viernes, 8 de mayo de 2015
La lluvia.
Ha enmudecido el campo, presintiendo la lluvia.
Reaparece en la tierra su primer abandono.
La alegría del cielo se desconsuela a veces,
sobre un pastor sediento.
Cuando la lluvia llama se remueven los muertos.
La tierra se hace un hoyo removido, oloroso.
Los árboles exhalan su último olor profundo dispuestos a morirse.
Bajo la lluvia adquiere la voz de los relojes
la gravedad, la angustia de la postrera hora.
Reviven las heridas visibles
y las otras que sangran hacia dentro.
Todo se hace entrañable, reconcentrado, íntimo.
Como bajo el subsuelo, bajo el signo lluvioso.
Todo, todo parece desear ahora la paz definitiva.
Llueve como una sangre transparente, hechizada.
Me siento traspasado por la humedad del suelo
Que habrá de sujetarme para siempre a la sombra,
para siempre a la lluvia.
El cielo se desangra pausadamente herido.
El verde intensifica la penumbra en las hojas.
Los troncos y los muertos se oscurecen aún más
por la pasión del agua.
Y retoñan las cartas viejas en los rincones
que olvido bajo el sol. Los besos de anteayer,
las maderas más viejas y resecas,
los muertos retoñan cuando llueve.
Bodegas, pozos, almas, saben a más hundidos.
Inundas, casi sepultados, mis sentimientos,
tú, que, brumosa, inmóvil pareces el fantasma de tu fotografía.
Música de la lluvia, de la muerte, del sueño.
Todos los animales, fatídicos, se inclinan debajo de las gotas.
Suena en las hojas secas igual que en las esquinas,
suena en el mar la lluvia como en un imposible.
Suena dentro del surco como en un vientre seco, seco, sordo, baldío.
Suena en las hondonadas en los barrancos:
suena como una pasión íntima suicidada o ahogada.
Suena como las balas penetrando la carne, como el llanto de todos.
Redoblan sus tambores, tañe su flauta lenta,
su lagrimosa lengua que lame tercamente.
Y siempre suena como sobre los ataúdes,
los dolores, la nada.
Miguel Hernández.
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