viernes, 18 de septiembre de 2015

La concha.





Tersa, pulida, rosada
¡cómo la acariciarían,
sí, mejilla de doncella!

Entreabierta, curva, cóncava,
su albergue, encaracolada,
mi mirada se hace dentro.
Azul, rosa, malva, verde,
tan sin luz, tan irisada,
tardes, cielos, nubes, soles,
crepúsculos me eterniza.

En el óvalo de esmalte
rectas sutiles, primores
de geometría en gracia,
la solución le dibujan, sin error,
a aquel problema propuesto
en lo más hondo del mar.

Pero su hermosura, inútil,
nunca servirá. La cogen,
la miran, la tiran ya.
Desnuda, sola, bellísima
la venera, eco de mito,
de carne virgen, de diosa,
su perfección sin amante
en la arena perpetúa.



Pedro Salinas.

jueves, 17 de septiembre de 2015

¿Mi amor?... ¿Recuerdas, dime.




¿Mi amor?... ¿Recuerdas, dime,
aquellos juncos tiernos,
lánguidos y amarillos
que hay en el cauce seco?...

¿Recuerdas la amapola
que calcinó el verano,
la amapola marchita,
negro crespón del campo? ...

¿Te acuerdas del sol yerto
y humilde, en la mañana,
que brilla y tiembla roto
sobre una fuerte helada? ...



Antonio Machado.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Mano en el agua.






                                                                A Eduardo Díez-Rábago.




Hierve el agua feliz de sal y roce,
al desflorarla en flecha la costura de la proa.
Por una y otra amura, senos se hunden,
abultan, piden goce, tacto viril,
castigo que destroce, solidez a que asirse, forma dura.
Y yo dejo colgar mi mano impura,
mi mano que el misterio desconoce.
Mano en el agua, palma muerta, estrella,
dedos que peinan lágrimas y risas,
líquidas chispas de la helada fragua,
mimos de madre y burlas de doncella.
Mano en el agua y sus delicias lisas,
siempre verde, inconsútil, virgen agua.






Gerardo Diego.

martes, 15 de septiembre de 2015

Razón de amor Versos 1104 a 1121.





¡Cómo me dejas que te piense!
Pensar en ti no lo hago solo, yo.
Pensar en ti es tenerte,
como el desnudo cuerpo ante  los besos,
toda ante mí, entregada.
Siento cómo te das a mi memoria,
cómo te rindes al pensar ardiente,
tu gran consentimiento en la distancia.
Y más que consentir, más que entregarte,
me ayudas, vienes hasta mí,
me enseñas recuerdos en escorzo,
me haces señas con las delicias,
vivas, del pasado, invitándome.
Me dices desde allá
que hagamos lo que quiero
-unirnos- al pensarte.
Y entramos por el beso que me abres,
y pensamos en ti, los dos, yo solo.


Pedro Salinas.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Mar en la tierra.







No, no clames por esa dicha presurosa
que está latente cuando la oscura música no modula,
cuando el oscuro chorro pasa indescifrable
como un río que desprecia el paisaje.

La felicidad no consiste en estrujar unas manos
mientras el mundo sobre sus ejes vacila,
mientras la luna convertida en papel
siente que un viento la riza sonriendo.

Quizá el clamoroso mar
que en un zapato intentara una noche acomodarse,
el infinito mar que quiso ser rocío,
que pretendió descansar sobre una flor durmiente,
que quiso amanecer como la fresca lágrima.

El resonante mar convertido en una lanza
yace en lo seco como un pez que se ahoga,
clama por ese agua que puede ser el beso,
que puede ser un pecho que se rasgue y anegue.

Pero la seca luna no responde al reflejo de las escamas pálidas.
La muerte es una contracción de una pupila vidriada,
es esa imposibilidad de agitar unos brazos,
de alzar un grito hasta un cielo al que herir.

La muerte es el silencio entre el polvo, entre la memoria,
es agitar torvamente una lengua no de hombre,
es sentir que la sal se cuaja en las venas
fríamente como un árbol blanquísimo en un pez.

Entonces la dicha, la oscura dicha de morir,
de comprender que el mundo es un grano que se deshará,
el que nació para un agua divina,
para ese mar inmenso que yace sobre el polvo.

La dicha consistirá en deshacerse como lo minúsculo,
en transformarse en la severa espina,
resto de un océano que como la luz se marchó,
gota de arena que fue un pecho gigante
y que salida por la garganta como un sollozo
aquí yace.



Vicente Aleixandre.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...