viernes, 11 de octubre de 2013

Las furias y las penas.

(En 1934 fue escrito este poema. Cuántas cosas han sobrevenido desde entonces! España, donde lo escribí, es una cintura de ruinas. Ay! si con sólo una gota de poesía o de amor pudiéramos aplacar la ira del mundo, pero eso sólo lo pueden la lucha y el corazón resuelto.
El mundo ha cambiado y mi poesía ha cambiado. Una gota de sangre caída en estas líneas quedará viviendo sobre ellas, indeleble como el amor.
(Marzo de 1939.)


...Hay en mi corazón furias y penas ...
Quevedo.              




En el fondo del pecho estamos juntos,
en el cañaveral del pecho recorremos
un verano de tigres,
al acecho de un metro de piel fría,
al acecho de un ramo de inaccesible cutis,
con la boca olfateando sudor y venas verdes
nos encontramos en la húmeda sombra 
que deja caer besos.
Tú mi enemiga de tanto sueño roto de la misma manera
que erizadas plantas de vidrio, lo mismo que campanas
deshechas de manera amenazante, tanto como disparos
de hiedra negra en medio del perfume,
enemiga de grandes caderas que mi pelo han tocado
con un ronco rocío, con una lengua de agua,
no obstante el mudo frío de los dientes y el odio de los ojos,
y la batalla de agonizantes bestias que cuidan el olvido,
en algún sitio del verano estamos juntos
acechando con labios que la sed ha invadido.
Si hay alguien que traspasa
una pared con círculos de fósforo
y hiere el centro de unos dulces miembros
y muerde cada hoja de un bosque dando gritos,
tengo también tus ojos de sangrienta luciérnaga
capaces de impregnar y atravesar rodillas
y gargantas rodeadas de seda general.
Cuando en las reuniones
el azar, la ceniza, las bebidas,
el aire interrumpido,
pero ahí están tus ojos oliendo a cacería,
a rayo verde que agujerea pechos,
tus dientes que abren manzanas de las que cae sangre,
tus piernas que se adhieren al sol dando gemidos,
y tus tetas de nácar y tus pies de amapola,
como embudos llenos de dientes que buscan sombra,
como rosas hechas de látigo y perfume, y aun,
aun más, aun más,
aun detrás de los párpados, aun detrás del cielo,
aun detrás de los trajes y los viajes, 
en las calles donde la gente orina,
adivinas los cuerpos,
en las agrias iglesias a medio destruir, 
en las cabinas que el mar lleva en las manos,
acechas con tus labios sin embargo floridos,
rompes a cuchilladas la madera y la plata,
crecen tus grandes venas que asustan:
no hay cáscara, no hay distancia ni hierro,
tocan manos tus manos,
y caes haciendo crepitar las flores negras.
Adivinas los cuerpos!
Como un insecto herido de mandatos,
adivinas el centro de la sangre y vigilas
los músculos que postergan la aurora, 
asaltas sacudidas, relámpagos, cabezas,
y tocas largamente las piernas que te guían.
Oh conducida herida de flechas especiales!
Hueles lo húmedo en medio de la noche?
O un brusco vaso de rosales quemados?
Oyes caer la ropa, las llaves, las monedas
en las espesas casas donde llegas desnuda?
Mi odio es una sola mano que te indica
el callado camino, las sábanas en que alguien ha dormido
con sobresalto: llegas
y ruedas por el suelo manejada y mordida,
y el viejo olor del semen como una enredadera
de cenicienta harina se desliza a tu boca.
Ay leves locas copas y pestañas,
aire que inunda un entreabierto río
corno una sola paloma de colérico cauce,
como atributo de agua sublevada,
ay substancias, sabores, párpados de ala viva
con un temblor, con una ciega flor temible,
ay graves, serios pechos como rostros,
ay grandes muslos llenos de miel verde,
y talones y sombra de pies, y transcurridas
respiraciones y superficies de pálida piedra,
y duras olas que suben la piel hacia la muerte
llenas de celestiales harinas empapadas.
Entonces, este río
va entre nosotros, y por una ribera
vas tú mordiendo bocas?
Entonces es que estoy verdaderamente, verdaderamente lejos
y un río de agua ardiendo pasa en lo oscuro?
Ay cuántas veces eres la que el odio no nombra,
y de qué modo hundido en las tinieblas,
y bajo qué lluvias de estiércol machacado
tu estatua en mi corazón devora el trébol.
El odio es un martillo que golpea tu traje
y tu frente escarlata,
y los días del corazón caen en tus orejas
como vagos búhos de sangre eliminada, ·
y los collares que gota a gota se formaron con lágrimas
rodean tu garganta quemándote la voz como con hielo.
Es para que nunca, nunca
hables, es para que nunca, nunca
salga una golondrina del nido de la lengua
y para que las ortigas destruyan tu garganta
y un viento de buque áspero te habite.
En dónde te desvistes?
En un ferrocarril, junto a un peruano rojo
o con un segador, entre terrones, a la violenta
luz del trigo?
O corres con ciertos abogados de mirada terrible
largamente desnuda, a la orilla del agua de la noche?
Miras: no ves la luna ni el jacinto
ni la oscuridad goteada de humedades,
ni el tren de cieno, ni el marfil partido:
ves cinturas delgadas como oxígeno,
pechos que aguardan acumulando peso
e idéntica al zafiro de lunar avaricia
palpitas desde el dulce ombligo hasta las rosas.
Por qué sí? Por qué no? Los días descubiertos
aportan roja arena sin cesar destrozada
a las hélices puras que inauguran el día,
y pasa un mes con corteza de tortuga,
pasa un estéril día,
pasa un buey, un difunto,
una mujer llamada Rosalía,
y no queda en la boca sino un sabor de pelo
y de dorada lengua que con sed se alimenta.
Nada sino esa pulpa de los seres,
nada sino esa copa de raíces.
Yo persigo como en un túnel roto, en otro extremo
carne y besos que debo olvidar injustamente,
y en las aguas de espaldas cuando ya los espejos
avivan el abismo, cuando la fatiga, los sórdidos relojes
golpean a la puerta de hoteles suburbanos, y cae
la flor de papel pintado, y el terciopelo cagado por las ratas 
 y la cama
cien veces ocupada por miserables parejas, cuando
todo me dice que un día ha terminado, tú y yo
hemos estado juntos derribando cuerpos,
construyendo una casa que no dura ni muere,
tú y yo hemos corrido juntos un mismo río
con encadenadas bocas llenas de sal y sangre,
tú y yo hemos hecho temblar otra vez las luces verdes
y hemos solicitado de nuevo las grandes cenizas.
Recuerdo sólo un día
que tal vez nunca me fue destinado,
era un día incesante,
sin orígenes. Jueves.
Yo era un hombre transportado al acaso
con una mujer hallada vagamente,
nos desnudamos
como para morir o nadar o envejecer
y nos metimos uno dentro del otro,
ella rodeándome como un agujero,
yo quebrantándola como quien
golpea una campana,
pues ella era el sonido que me hería
y la cúpula dura decidida a temblar.
Era una sorda ciencia con cabello y cavernas
y machacando puntas de médula y dulzura
he rodado a las grandes coronas genitales
entre piedras y asuntos sometidos.
Éste es un cuento de puertos adonde
llega uno, al azar, y sube a las colinas,
suceden tantas cosas.
Enemiga, enemiga,
es posible que el amor haya caído al polvo
y no haya sino carne y huesos velozmente adorados
mientras el fuego se consume
y los caballos vestidos de rojo galopan al infierno?
Yo quiero para mí la avena y el relámpago
a fondo de epidermis,
y el devorante pétalo desarrollado en furia,
y el corazón labial del cerezo de junio,
y el reposo de lentas barrigas que arden sin dirección,
pero me falta un suelo de cal con lágrimas
y una ventana donde esperar espumas.
Así es la vida,
corre tú entre las hojas, un otoño
negro ha llegado,
corre vestida con una falda de hojas
 y un cinturón de metal amarillo,
mientras la neblina de la estación roe las piedras.
Corre con tus zapatos, con tus medias,
con el gris repartido, con el hueco del pie, y con esas manos
 que el tabaco salvaje adoraría,
golpea escaleras, derriba
el papel negro que protege las puertas,
y entra en medio del sol y la ira de un día de puñales
a echarte como paloma de luto y nieve sobre un cuerpo.
Es una sola hora larga como una vena,
y entre el ácido y la paciencia del tiempo arrugado
transcurrimos,
apartando las sílabas del miedo y la ternura,
interminablemente exterminados.


jueves, 10 de octubre de 2013

A la desierta plaza.




A la desierta plaza 
conduce un laberinto de callejas. 
A un lado, el viejo paredón sombrío 
de una ruinosa iglesia; 
a otro lado, la tapia blanquecina 
de un huerto de cipreses y palmeras, 
y, frente a mí, la casa, 
y en la casa la reja 
ante el cristal que levemente empaña 
su figurilla plácida y risueña. 
Me apartaré. No quiero 
llamar a tu ventana... 
Primavera viene
 — su veste blanca 
flota en el aire de la plaza muerta —
viene a encender las rosas 
rojas de tus rosales... 
Quiero verla...








miércoles, 9 de octubre de 2013

Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo.


Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo,
Nacida ya para el marero oficio;
Ser graciosa y morena tu ejercicio
Y tu virtud más ejemplar ser cielo.

¡Niña!, cuando tu pelo va de vuelo,
Dando del viento claro un negro indicio,
Enmienda de marfil y de artificio
Ser de tu capilar borrasca anhelo.

No tienes más que hacer que ser hermosa,
Ni tengo más festejo que mirarte,
Alrededor girando de tu esfera.

Satélite de ti, no hago otra cosa,
Si no es una labor de recordarte.
-¡Date presa de amor, mi carcelera!








martes, 8 de octubre de 2013

A un río le llaman Carlos.



Yo me senté en la orilla; 
quería preguntarte, preguntarme tu secreto; 
convencerme de que los ríos resbalan 
hacia un anhelo y viven; 
y que cada uno nace y muere distinto 
(lo mismo que a ti te llaman Carlos).

Quería preguntarte, mi alma quería preguntarte 
por qué anhelas, hacia qué resbalas, para qué vives. 
Dímelo, río, 
y dime, di, por qué te llaman Carlos.

Ah, loco, yo, loco, quería saber qué eras, quién eras 
(genero, especie...) 
y qué eran, qué significaban «fluir», «fluido», «fluente»; 
qué instante era tu instante
cuál de tus mil reflejos, tú; reflejo absoluto 
yo quería indagar el último recinto de tu vida 
tu unicidad, esa alma de agua única, 
por la que te conocen por Carlos.

Carlos es una tristeza, muy mansa y gris, 
que fluye entre edificios nobles, 
a Minerva sagrados y entre hangares 
que anuncios y consignas coronan. 
Y el río fluye y fluye, indiferente. 
A veces, suburbana, verde, una sonrisilla 
de hierba se distiende, pegada a la ribera. 
Yo me he sentado allí, sobre la hierba quemada 
del invierno para pensar por qué los ríos 
siempre anhelan futuro, como tú lento y gris. 
Y para preguntarte por qué te llaman Carlos.

Y tu fluías, fluías, sin cesar, indiferente 
y no escuchabas a tu amante extático 
que te miraba preguntándote 
como miramos a nuestra primera enamorada 
para saber si le fluye un alma por los ojos, 
y si en su sima el mundo será todo luz blanca 
o si acaso su sonreír es sólo eso: una boca amarga que besa. 
Así te preguntaba: como le preguntamos a 
Dios en la sombra de los quince años, 
entre fiebres oscuras y los días -qué verano- tan lentos. 
Yo quería que me revelaras el secreto de la vida 
y de tu vida, y por qué te llamaban Carlos.

Yo no sé por qué me he puesto tan triste, 
contemplando el fluir de este río...
Un río es agua, lágrimas: mas no sé quién las llora. 
El río Carlos es una tristeza gris, mas no sé quién la llora. 
Pero sé que la tristeza es gris y fluye. 
Porque sólo fluye en el mundo la tristeza.
Todo lo que fluye es lágrimas. 
Todo lo que fluye es tristeza, 
y no sabemos de dónde viene la tristeza. 
Como yo no sé quién te llora, río Carlos, 
como yo no sé por qué eres una tristeza 
ni por qué te llaman Carlos.

Era bien de mañana cuando yo me he sentado 
a contemplar el misterio fluyente de este río, 
y he pasado muchas horas preguntándome, preguntándote. 
Preguntando a este río, gris lo mismo que un dios; 
preguntándome, como se le pregunta a un dios triste: 
¿qué buscan los ríos?  ¿qué es un río? 
Dime, dime qué eres, qué buscas, 
río, y por qué te llaman Carlos.

Y ahora me fluye dentro una tristeza, 
un río de tristeza gris, 
con lentos puentes grises, 
como estructuras funerales grises. 
Tengo frío en el alma y en los pies. 
Y el sol se pone. 
Ha debido pasar mucho tiempo. 
Ha debido pasar el tiempo lento, lento, 
minutos, siglos, eras. 
Ha debido pasar toda la pena del mundo, 
como un tiempo lentísimo. 
Han debido pasar todas las lágrimas del mundo, 
como un río indiferente. 
Ha debido pasar mucho tiempo, amigos míos, 
mucho tiempo 
desde que yo me senté aquí en la orilla, 
a orillas de esta tristeza, de este 
río al que le llamaban Dámaso, digo, Carlos.

Dámaso Alonso.

lunes, 7 de octubre de 2013

Los jardines del poeta.




A Juan Ramón Jiménez.


El poeta es jardinero. En sus jardines 
corre sutil la brisa 
con livianos acordes de violines, 
llanto de ruiseñores, 
ecos de voz lejana y clara risa 
de jóvenes amantes habladores. 
Y otros jardines tiene. Allí la fuente 
le dice: Te conozco y te esperaba. 
Y él, al verse en la onda transparente: 
¡Apenas soy aquel que ayer soñaba! 
Y otros jardines tiene. Los jazmines 
añoran ya verbenas del estío, 
y son liras de aroma estos jardines, 
dulces liras que tañe el viento frío. 
Y van pasando solitarias horas, 
y ya las fuentes, a la luna llena, 
suspiran en los mármoles, cantoras, 
y en todo el aire sólo el agua suena.

Antonio Machado.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...