viernes, 13 de abril de 2018

Un día. La noche.



A Gerardo Diego

Desfilaron las sombras
de los que me quisieron.

Era una mala sombra
repetida mil veces.
Un ángel sombrío, solo,
como un amor sin flechas,
anclas, ni fuego.
Había vivido en todos
los cuerpos ya en ruinas
que me quisieron antes,
los que se desconcharon
y en lugar de esqueletos
dejaron en la tierra
una sombra, las sombras
que enturbian mis recuerdos,
un luto permanente;
muchedumbre de sombras
que hacen negra la noche,
mi tristeza, mi vida.

Esta oscuridad es sólo
una turba de ángeles negros,
de custodios vacantes,
de soledades juntas,
de silencios unidos.

Es el pavor caliente.
Son las almas viudas
de sus cuerpos adúlteros.

Despeinados los fuegos
opacos del infierno,
sus greñas carbonizan
y ocultan cuanto tocan.

No hay alba que mitigue
este castigo denso,
esta espesa tiniebla,
esta muerte profunda.

Manuel Altolaguirre.

jueves, 12 de abril de 2018

Un hombre con su amor.



Si todo fuera dicho
y entre tú y yo la cuenta se saldara,
aún tendría con tu cuerpo una deuda.

Pues ¿quién pondría precio
a esta paz, olvidado en ti,
que al fin conocen mis labios por tus labios?

En tregua con la vida,
no saber, querer nada,
ni esperar: tu presencia y mi amor.
Eso basta.

Tú y mi amor, mientras miro
dormir tu cuerpo cuando amanece.
Así mira un dios lo que ha creado.

Mas mi amor nada puede
sin que tu cuerpo acceda:
él sólo informa un mito
en tu hermosa materia.

Luis Cernuda.

miércoles, 11 de abril de 2018

Lugares de encuentro.



Ya no existe el desierto.
Ya solamente quedan
lugares del encuentro
contigo y con lo Tuyo.

Los lugares secretos
-a la vista de todos-
donde me oculto y vengo
a estar en Ti y contigo:
a olvidar los silencios
ruidosos, sin hondura,
del mundo en que me muevo.

Aquí estoy en lo Tuyo,
en lo mío, en lo nuestro.
¡Lugares luminosos
y oscuros del encuentro!


Ernestina de Champourcín.

martes, 10 de abril de 2018

Dolor.



Hacia la madrugada
me despertó de un sueño dulce
un súbito dolor, un estilete
en el tercer espacio intercostal derecho.

Fino, fino, iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos,
durísimos y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas, como un sauce juvenil
bajo el viento, ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana primaveral.

Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño,
como un sutil dibujo, como un sauce temblón,
todo delgada tracería, largas ramas eléctricas,
que entrechocaban con descargas breves,
entrelazándose, disgregándose,
para fundirse en nódulos o abrirse en abanico.

¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego, crecer aún, aún, ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.

Y fue como un incendio,
como si mis huesos ardieran,
como si la médula de mis huesos chorreara fundida,
como si mi conciencia se estuviera abrasando,
y abrasándose, aniquilándose, aún incesantemente
se repusiera su materia combustible.

Fuera, había formas no ardientes, lentas y sigilosas,
frías: minutos, siglos, eras: el tiempo.
Nada más: el tiempo frío,
y junto a él un incendio universal, inextinguible.

Y rodaba, rodaba el frío tiempo,
el impiadoso tiempo sin cesar,
mientras ardía con virutas de llamas,
con largas serpientes de azufre,
con terribles silbidos y crujidos,
siempre, mi gran hoguera.
Ah, mi conciencia ardía en frenesí,
ardía en la noche, soltando un río líquido y metálico de fuego,
como los altos hornos que no se apagan nunca,
nacidos para arder, para arder siempre.


Dámaso Alonso.

lunes, 9 de abril de 2018

Despedida.



Muchachos
Que nunca fuisteis compañeros de mi vida,
Adiós.
Muchachos
Que no seréis nunca compañeros de mi vida
Adiós.

El tiempo de una vida nos separa
Infranqueable:
A un lado la juventud libre y risueña;
A otro la vejez humillante e inhóspita.

De joven no sabía
Ver la hermosura, codiciarla, poseerla;
De viejo la he aprendido
Y veo a la hermosura, mas la codicio inútilmente.

Mano de viejo mancha
El cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.
Con solitaria dignidad el viejo debe
Pasar de largo junto a la tentación tardía.

Frescos y codiciables son los labios besados,
Labios nunca besados más codiciables y frescos aparecen.
¿Qué remedio, amigos? ¿Qué remedio?
Bien lo sé: no lo hay.

Qué dulce hubiera sido
En vuestra compañía vivir un tiempo:
Bañarse juntos en aguas de una playa caliente,
Compartir bebida y alimento en una mesa.
Sonreír, conversar, pasearse
Mirando cerca, en vuestros ojos, esa luz y esa música.

Seguid, seguid así, tan descuidadamente,
Atrayendo al amor, atrayendo al deseo.
No cuidéis de la herida que la hermosura vuestra y vuestra gracia abren
En este transeúnte inmune en apariencia a ellas.

Adiós, adiós, manojos de gracias y donaires.
Que yo pronto he de irme, confiado,
Adonde, anudado el roto hilo, diga y haga
Lo que aquí falta, lo que a tiempo decir y hacer aquí no supe.

Adiós, adiós, compañeros imposibles.
Que ya tan sólo aprendo
A morir, deseando
Veros de nuevo, hermosos igualmente
En alguna otra vida.


Luis Cernuda.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...