viernes, 27 de marzo de 2015

Arcángel de las Tinieblas.







Me miras con tus ojos azules,
nacido del abismo.
Me miras bajo tu crespa cabellera nocturna,
helado cielo fulgurante que adoro.
Bajo tu frente nívea
dos arcos duros amenazan mi vida.
No me fulmines, cede, oh, cede amante y canta.
Naciste de un abismo entreabierto
en el nocturno insomnio de mi pavor solitario.
Humo abisal cuajante te formó, te precisó hermosísimo.
Adelantaste tu planta, todavía brillante de la roca pelada,
y subterráneamente me convocaste al mundo,
al infierno celeste, oh arcángel de la tiniebla.

Tu cuerpo resonaba remotamente allí, en el horizonte,
humoso mar espeso de deslumbrantes bordes,
labios de muerte bajo nocturnas aves
que graznaban deseo con pegajosas plumas.

Tu frente altiva rozaba estrellas
que afligidamente se apagaban sin vida,
y en la altura metálica, lisa, dura, tus ojos
eran las luminarias de un cielo condenado.


Respirabas sin vientos, pero en mi pecho daba
aletazos sombríos un latido conjunto.
Oh, no, no me toquéis, brisas frías,
labios larguísimos, membranosos avances
de un amor, de una sombra, de una muerte besada.

A la mañana siguiente algo amanecía
apenas entrevisto tras el monte azul, leve,
quizá ilusión, aurora, ¡oh matinal deseo!,
quizá destino cándido bajo la luz del día.

Pero la noche al cabo cayó pesadamente.
Oh labios turbios, oh carbunclo encendido,
oh torso que te erguiste, tachonado de fuego,
duro cuerpo de lumbre tenebrosa, pujante,
que incrustaste tu testa en los cielos helados.

Por eso yo te miro. Porque la noche reina.
Desnudo ángel de luz muerta, dueño mío.
Por eso miro tu frente, donde dos arcos impasibles
gobiernan mi vida sobre un mundo apagado.



Vicente Aleixandre.

jueves, 26 de marzo de 2015

Dos marinos en la orilla.







(A Joaquín Amigo)

I
Se trajo en el corazón
un pez del Mar de la China.
A veces se ve cruzar
diminuto por sus ojos.
Olvida siendo marino
los bares y las naranjas.
Mira al agua.

II
Tenía la lengua de jabón.
Lavó sus palabras y se calló.
Mundo plano, mar rizado,
cien estrellas y su barco.
Vio los balcones del Papa
y los pechos dorados de las cubanas.


Federico García Lorca.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Primavera delgada.







Cuando el espacio, sin perfil, 
resume con una nube
su vasta indecisión a la deriva...
¿Dónde la orilla?
Mientras el río con el rumbo 
en curva se perpetúa
buscando sesgo a sesgo, dibujante,
su desenlace, mientras el agua, 
duramente verde, niega sus peces
bajo el profundo equívoco reflejo
de un aire trémulo...
Cuando conduce la mañana, lentas, 
sus alamedas gracias a las estrellas 
vibradoras entre las frondas,
a favor del avance sinuoso
que pone en coro la ondulación 
suavísima del cielo sobre su viento
con el curso tan ágil de las pompas,
que agudas bogan...
¡Primavera delgada entre los remos de los barqueros!


Jorge Guillén.

martes, 24 de marzo de 2015

El viento y el alma.





Con tal vehemencia el viento
viene del mar, que sus sones
elementales contagian
el silencio de la noche.

Solo en tu cama le escuchas
insistente en los cristales
tocar, llorando y llamando
como perdido sin nadie.

Mas no es él quien en desvelo
te tiene, sino otra fuerza
de que tu cuerpo es hoy cárcel,
fue viento libre, y recuerda.


Luis Cernuda.

lunes, 23 de marzo de 2015

Castigos.







Es cuando golfos y bahías de sangre,
coagulados de astros difuntos y vengativos,
inundan los sueños.
Cuando golfos y bahías de sangre
atropellan la navegación de los lechos
y a la diestra del mundo muere olvidado un ángel.
Cuando saben a azufre los vientos
y las bocas nocturnas a hueso, vidrio y alambre.
Oídme.
Yo no sabía que las puertas cambiaban de sitio,
que las almas podían ruborizarse de sus cuerpos,
ni que al final de un túnel la luz traía la muerte.
Oídme aún.

Quieren huir los que duermen.
Pero esas tumbas del mar no son fijas,
esas tumbas que se abren por abandono y cansancio del cielo no son estables,
y las albas tropiezan con rostros desfigurados.
Oíd aún. Más todavía.

Hay noches en que las horas se hacen de piedra en los espacios,
en las venas no andan
y los silencios yerguen siglos y dioses futuros.
Un relámpago baraja las lenguas y trastorna las palabras.
Pensad en las esferas derruidas,
en las órbitas secas de los hombres deshabitados,
en los milenios mudos.
Más, más todavía. Oídme.

Se ve que los cuerpos no están en donde estaban,
que la luna se enfría de ser mirada
y que el llanto de un niño deforma las constelaciones.
Cielos enmohecidos nos oxidan las frentes desiertas,
donde cada minuto sepulta su cadáver sin nombre.
Oídme, oídme por último.

Porque siempre hay un último posterior a la caída de los páramos,
al advenimiento del frío en los sueños que se descuidan,
a los derrumbos de la muerte sobre el esqueleto de la nada.



Rafael Alberti.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...