viernes, 12 de enero de 2018

Tú no lo ves.



Contra esta edad con que te enfrentas puedes
usar tu fuego: vencerá mi frío.

Pero quema tu voz al indefenso
niño que fui, me quemas la semilla
que tan clavada tengo en la memoria.

Tu voz hiriente llega hasta ese niño
que nunca presintió que el día llegara
de recibir castigo tan lejano.

Tú no lo ves, ni nunca podrás verle
porque el látigo dio su golpe al surco
que acuna mi niñez y en vez de flores
nubes de polvo crecen contra el rayo.

Al ofenderme tú todo el paisaje
recibe la invasión de la tormenta.

El alma así sus cielos oscurece
y la noche interior se hace profunda.

En ella estoy.
Te escribo rodeado
de una redonda fuga de horizontes,
y te respondo como desde el lago
responde el agua al golpe de la piedra.


Manuel Altolaguirre.

jueves, 11 de enero de 2018

La posesión.



El cuerpo no quiere deshacerse sin antes haberse consumado.
Y ¿cómo se consuma el cuerpo?
 La inteligencia no sabe decírselo, aunque sea ella
quien más claramente conciba esa ambición del cuerpo,
que éste sólo vislumbra.
El cuerpo no sabe sino que está aislado,
terriblemente aislado, mientras que frente a él, unida,
entera, la creación está llamándole.

Sus formas, percibidas por el cuerpo a través de los sentidos, con la atracción honda que suscitan (colores, sonidos, olores), despiertan en el cuerpo un instinto de que también él es parte de ese admirable mundo sensual, pero que está desunido y fuera de él, no en él. ¡Entrar en ese mundo, del cual es parte aislada, fundirse con él!

Mas para fundirse con el mundo no tiene el cuerpo los medios del espíritu,
que puede poseerlo todo sin poseerlo o como si no lo poseyera.
El cuerpo únicamente puede poseer las cosas,
 y eso sólo un momento, por el contacto de ellas.
Así, al dejar éstas su huella sobre él, conoce el cuerpo las cosas.

No se lo reprochemos: el cuerpo, siendo lo que es, tiene que hacer lo que hace,
tiene que querer lo que quiere.
¿Vencerlo? ¿Dominarlo? Cuán pronto se dice eso.
El cuerpo advierte que sólo somos él por un tiempo, y que también él tiene que realizarse
a su manera, para lo cual necesita nuestra ayuda.
Pobre cuerpo, inocente animal tan calumniado; tratar de bestiales sus impulsos,
cuando la bestialidad es cosa del espíritu.


Aquella tierra estaba frente a ti, y tú inerme frente a ella. Su atracción era precisamente del orden necesario a tu naturaleza: todo en ella se conformaba a tu deseo.
Un instinto de fusión con ella, de absorción en ella, urgían tu ser, tanto más cuanto que la precaria vislumbre sólo te era concedida por un momento.
Y ¿cómo subsistir y hacer subsistir al cuerpo con memorias inmateriales?

En un abrazo sentiste tu ser fundirse con aquella tierra;
a través de un terso cuerpo oscuro, oscuro como penumbra, terso como fruto,
alcanzaste la unión con aquella tierra que lo había creado.
Y podrás olvidarlo todo, todo menos ese contacto de la mano sobre un cuerpo, memoria donde parece latir, secreto y profundo, el pulso mismo de la vida.


Luis Cernuda.

miércoles, 10 de enero de 2018

No sé si llevas.



No sé si llevas el sol
en ese cielo de llanto
que sobrepasa a tus ojos,
o si el sol está distante
sobre los aires más finos
de tu profunda mirada.
Tu mirada nada mira;
tiene un dolor tan lejano
que ahora está relacionada
con cosas de otro nivel,
con flores, luces, aromas,
de un firmamento más alto,
último jardín de Dios.


Manuel Altolaguirre.

martes, 9 de enero de 2018

Lluvia de otoño.




-Llueve, llueve dulcemente...-

... El agua lava la yedra;
rompe el agua verdinegra;
el agua lava la piedra...
Y en mi corazón ardiente,
llueve, llueve dulcemente.

Esta el horizonte triste;
¿el paisaje ya no existe?;
un dia rosa persiste
en el pálido poniente...
Llueve, llueve dulcemente.

Mi frente cae en mi mano.
¡Ni una mujer, ni un hermano!
¡Mi juventud pasa en vano!
-Mi mano deja mi frente...-
¡Llueve, llueve dulcemente!

¡Tarde, llueve; tarde, llora;
que, aunque hubiera un sol de aurora
no llegaría mi hora
luminosa y floreciente!
¡Llueve, llora dulcemente!


Juan Ramón Jiménez.

lunes, 8 de enero de 2018

Las sombras.



No se mudan de sombra los laureles.
Desnudos por el sol, dejan caídas
hasta el sueño sus túnicas delgadas
y sin sacar los pies de ese ropaje
a vestírselo vuelven noche a noche.
Sobre el brillante césped extendidas
esas islas de sombras sólo esperan,
para alzarse a cubrir troncos y ramas,
que el sol se oculte tras el horizonte
o que las nubes lleguen, levantando
el hábito invisible hasta las copas.


Manuel Altolaguirre.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...