viernes, 4 de febrero de 2022

 

Ser solo, suelto, amo de todo y de nada.


Ser solo, suelto, amo de todo y de nada
-porque todo se toma y se deja si es libre-,
ser solo es ser lo más y lo menos del mundo.

El papel en que escribo,
o el lienzo donde armonizo colores,
son como cigarrillos de opio
que consumo para consumirme.
Sin otro fin.
No busco afirmar mi existencia.
Más bien persigo lo contrario.

Aquella mujer última que quise,
arrebató mi cuerpo.
Después de aquel combate,
vivo en las cosas sin notarme figura.

¿Qué destino dará estas manos, que sostuvieron
la bengala de la felicidad?

José Moreno Villa.

martes, 1 de febrero de 2022

 La vieja señora.



Si revolvéis la esquina
allí veréis la calle del Sacramento y otras.
Allá Puerta Cerrada y allá la suspendida plaza
-del Cordón, dicen-,
más bien la plaza quieta del silencio viejísimo,
y luego sombra y muros: pared, ojos que fueron.
Cuando la sombra espesa su dominio acentúa,
oiréis crujir las ruedas,
acaso las soberbias pezuñas de dos bayos.
Si os detenéis veréis pasar la sombra, la caja laqueada, el coche antiguo.
Es la vieja señora que desfila a más sombras.
Esos caballos tienen atalajes, y tiran,
y suenan yantas viejas de hierro, y ruedas altas.
El cochero y su fusta. Su alto sombrero, y noche.
Tres botones dorados difícilmente alumbran.
Mas, dentro de esa caja que en sus vidrios callose,
en la urna laqueada de cristales severos,
no hay sombra: un espesor cuajado. ¿Alguien respira?
Acaso es aire espesole lustros, de decenios,
quizá centurias. Pasa el coche y tras el vidrio, más oscuro, alguien vive.
Si pasa cerca y vese su fondo, algo es ligero;
el ojo que lo mira ve encajes, o un tejido
de negror silencioso que desde un cuello viértese.

Primero un humo estéril, inmóvil, no un cabello,
después el hueco triste de un rostro nunca sido,
y en seguida la sombra cayendo lentamente
como un luto sin día que ciegamente es noche.
Tras el vidrio lejano, lejana, lejanísima,
se ve una mano erguida muy próxima que alzara
unos cristales fríos para unos ojos mudos,
impertinentes áureos y gélidos que miden
distancias estelares entre unos rayos lívidos.

La sombra descolgada que erguida cae continua,
lo que imitara un cuerpo si el alentar sirviese,
desfila en estas calles, en su cajón ilustre,
en esas yantas crudas que horrísonas apartan.

En ese ojo viejísimo, ¿alguna vez pupila
mirose? En ese hueco tan mudo, ¿hubo una rosa
viviente? ¿Y si cayesen las sombras, desnudadas,
veríase a una niña saltar, estar, ser vida?

La vieja dama en noche metida ahora suscribe
más defunción, y en ella más sombras, más penumbras
terminan. O se acaban. El coche pasa y sigue.
Un ataúd enorme defila: entre sus tablas
-fantasma de un sonido que nunca justo fuese-
un gran montón de sombras finidas va a su fosa.

Vicente Aleixandre.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...