viernes, 29 de enero de 2016

Carta.





 

El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio.

Oigo un latido de cartas
navegando hacia su centro.

Donde voy, con las mujeres
y con los hombres me encuentro,
malheridos por la ausencia,
desgastados por el tiempo.

Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura,
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo a deseo.

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.

En un rincón enmudecen
cartas viejas, sobres viejos,
con el color de la edad
sobre la escritura puesto.
Allí perecen las cartas
llenas de estremecimientos.
Allí agoniza la tinta
y desfallecen los pliegos,
y el papel se agujerea
como un breve cementerio
de las pasiones de antes,
de los amores de luego.

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.

Cuando te voy a escribir
se emocionan los tinteros:
los negros tinteros fríos
se ponen rojos y trémulos,
y un claro calor humano
sube desde el fondo negro.
Cuando te voy a escribir,
te van a escribir mis huesos:
te escribo con la imborrable
tinta de mi sentimiento.

Allá va mi carta cálida,
paloma forjada al fuego,
con las dos alas plegadas
y la dirección en medio.
Ave que sólo persigue,
para nido y aire y cielo,
carne, manos, ojos tuyos,
y el espacio de tu aliento.

Y te quedarás desnuda
dentro de tus sentimientos,
sin ropa, para sentirla
del todo contra tu pecho.

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.

Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.

Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.


Miguel Hernández.

jueves, 28 de enero de 2016

Ángulo de su huida.







Acuden internos.
Brota para perenne belleza
la inundación de mis brazos.
Domicilio cierro al beso,
prohíbo toda caricia,
pero agacho mi cabeza
y entro en la cueva del aire,
en el molde de su cuerpo
que dejó en el aire al irse.

En su anterior permanencia:
estrago, fuego y dominio.
¡Qué dolor de brida firme!

Y la estela de su marcha
abierta al igual que un libro.

Y yo leyendo en los muros
del ángulo de su huida
los imposibles estímulos.


Manuel Altolaguirre.

miércoles, 27 de enero de 2016

Que así invade.






Dichosa claridad de la aurora,
cuerpo radiante, amoroso destino,
adoración de ese mar agitado,
de ese pecho que vive en el que sé que vivo.

¿Dónde tú, montaña inmensa siempre presente,
viajador continente que pasas y te quedas,
playa que se ofrece para mi planta ligera
que como una sola concha, fácil queda en la arena?

¿Voy?
¿O vengo?
Ignoro si la luz que ahora nace
es la del poniente en los ojos,
o si la aurora incide su cuchilla en mi espalda.
Pero voy, yo voy siempre.
Voy a ti como la ola ya verde
que regresa a su seno recobrando su forma.
Como la resaca que arrebatando el amarillo claro de playas,
muestra ya su duro torso oscuro descansado, flotando.

Voy como esos redondos brazos invasores
que arrebatan las algas que otras ondas dejaron.
Y tú me esperas, dí,
dichoso cuerpo extendido,
feliz claridad para los pies,
playa radiante que destellas besando
la tenue piel que pasa sobre tu pecho vivo.

¿Me tiendo?
Beso infinitamente
ese inabarcable rumor de los mares,
esos siempre reales labios con los que sueño,
esa espuma ligera que son siempre los dientes
cuando van a decirse las palabras oscuras.

Dime, dime; te escucho.
¡Qué profunda verdad!
Cuánto amor si te estrecho mientras cierras los ojos,
mientras retiras todas, todas las ondas lúcidas
que permanecen fijas vigilando este beso.

Tu corazón caliente como una alga de tierra,
como una brasa invencible capaz de desecar el fondo de los mares,
no destruye mis manos
ni mis ojos cuando apoyo los párpados,
ni mis labios -que no se purifican con su lumbre profunda-,
porque son como pájaros, como libres marinas,
como rumor o pasaje de unas nubes que avanzan.

¡Oh ven, ven siempre como el clamor de los peces,
como la batalla invisible de todas las escamas,
como la lucha tremenda de los verdes más hondos,
de los ojos que fulgen, de los ríos que irrumpen,
de los cuerpos que colman, que emergen del océano,
que tocan a los cielos o se derrumban mugientes
cuando de noche inundan las playas entregadas!



Vicente Aleixandre.

martes, 26 de enero de 2016

A un olmo.






Qué lenta libertad vas conquistando
con un silencio lleno de verdores!

Apenas si se nota en ti la vida
y nada hay muerto en ti, olmo gigante
Tus hojas tan pequeñas me enternecen,
te aniñan, te disculpan
de los brutales troncos de tus ramas.

Las hojas que resbalan por tu rostro
parecen el espejo de mi llanto,
parecen las palabras cariñosas
que me sabrías decir si fueras hombre.

¡Quién como tú pudiera ser tan libre,
con esa libertad lenta y tranquila
con la que así te vas formando!
Tú permaneces, pero te renuevas,
estás bien arraigado, pero creces,
y conquistas el cielo sin derrota,
dueño de tu comienzo y de tus fines.

Si yo tuviera comunicaciones
con las duras raíces ancestrales;
si mis antepasados retorcidos
me retuvieran firmes desde el suelo;
si mis hijos, mis versos y las aves
brotaran de mis brazos extendidos,
como un hermano tuyo me sintiera.

Olmo, dios vegetal, bajo tu sombra,
bajo el rico verdor de tus ideas,
amo tu libertad que lentamente
sobrepasa los duros horizontes,
y me quejo de mí, tan engañado,
andando suelto para golpearme
contra muros de cárcel y misterio.
Las tinieblas son duras para el hombre.



Manuel Altolaguirre.

      Eternidad. Este jardín donde estoy siempre estuvo en mí. No existo. Tanta vida, tal conciencia, borran mi ser en el tiempo. Conocer la...