viernes, 23 de noviembre de 2018

Hablaba de otro modo que nosotros todos


Hablaba de otro modo que nosotros todos,
de otras cosas, de aquí, mas nunca dichas
antes que las dijera.
Lo era todo:
...Naturaleza, amor y libro.

Como la aurora, siempre,
comenzaba de un modo no previsto,
¡tan distante de todo lo soñado!
Siempre, como las doce,
llegaba a su cenit, de una manera no sospechada,
¡tan distante de todo lo contado!
Como el ocaso, siempre,
se callaba de un modo inesperable,
¡tan distante de todo lo pensado!

¡Qué lejos, y qué cerca de mí su cuerpo!
Su alma,
¡qué lejos, y qué cerca de mí!

                ...Naturaleza, amor y libro.

Juan Ramón Jiménez.

jueves, 22 de noviembre de 2018

Del color de la nada.


Se han entrado ahora mismo una a una las luces del verano, sin que nadie sospeche el color de sus manos.
Cuando las almas quietas olvidaban la música callada, cuando la severidad de las cosas consistía en un frío
color de otro día. No se reconocían los ojos equidistantes,
ni los pechos se henchían con ansia de saberlo.
Todo estaba en el fondo del aire con la misma serenidad con que las muchachas vestidas andan tendidas por el suelo imitando graciosamente al arroyo. Pero nadie moja su piel, porque todos saben que el sol da notas al.tas, tan altas que los corazones se hacen cárdenos y los labios de oro, y los bordes de los vestidos florecen todos de florecillas moradas. En las coyunturas de los brazos duelen unos niños pequeños como yemas. Y hay quien llora lágrimas del color de la ira. Pero solo por equivocación, porque lo que hay que llorar son todas esas soñolientas caricias que al borde de los lagrimales esperan solo que la tarde caiga para rodar al estanque, al cielo de otro plomo que no nota las puntas de las manos por fina que la piel se haga al tacto, al amor que está invadiendo con la noche.

Pero todos callaban. Sentados como siempre en el límite de las sillas, húmedas las paredes y prontas a secarse tan pronto como sonase la voz del zapato más antiguo, las cabezas todas vacilaban entre las ondas de azúcar, de viento, de pájaros invisibles que estaban saliendo de los oídos virginales. De todos aquellos seres de palo. Quería existir un denso crecimiento de nadas palpitantes, y el ritmo de la sangre golpeaba sobre la ventana pidiendo al azul del cielo un rompimiento de esperanza. Las mujeres de encaje yacían en sus asientos, despedidas de su forma primera. Y se ignoraba todo, hasta el número de los senos ausentes. Pero los hombres no cantaban. Inútil que cabezas de níquel brillasen a cuatro metros sobre el suelo, sin alas, animando con sus miradas de ácidos el muerto calor de las lenguas insensibles. Inútil que los maniquíes derramados ofreciesen, ellos, su desnudez al aire circundante, ávido de sus respuestas. Los hombres no sabían cuándo acabaría el mundo. Ni siquiera conocían el área de su cuarto, ni tan siquiera si sus dedos servirían para hacer el signo de la cruz. Se iban ahogando las paredes. Se veía venir el minuto en que los ojos, salidos de su esfera, acabarían brillando como puntos de dolor, con peligro de atravesarse en las gargantas. Se adivinaba la certidumbre de que las montañas acabarían reuniéndose fatalmente, sin que pudieran impedirlo las manos de todos los niños de la tierra. El día en que se aplastaría la existencia como un huevo vacío que acabamos de sacarnos de la boca, ante el estupor de las aves pasajeras.

Ni un grito. Ni una lluvia de ceniza. Ni tan solo un dedo de Dios para saber que está frío.
La nada es un cuento de infancia que se pone blanco cuando le falta el respiro.
Cuando ha llegado el instante de comprender que la sangre no existe.
Que si me abro una vena puedo escribir con su tiza parada: En los bolsillos vacíos
no pretendáis encontrar un silencio.

Vicente Aleixandre.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Lo invisible. Brindis.



A Pedro Salinas

Deja el vino en la mesa. Mira cómo
un nuevo invierno de honda lejanía
-leñas y nubes, sequedad y frío-
insondable y fantástico aparece.
Bebamos más. Que nuestras almas sean,
de cenizas y tul, las que separen
la infinita maraña de la muerte.
Que entren en el invierno de la espina,
que las telas de araña se desgarren,
que el humo blanco y quieto se divida.
Nuestra carne desierta sea olvidada
y se pudra insensible, porque estemos
en los grises castigos para siempre.
Bebe, que el aire es ciego. Bebe y mira
el hondo y crudo invierno dilatarse,
a sus nubladas luces sometido.

Condenado me entierro.
Mi futuro un invierno insondable, seco y frío.

Manuel Altolaguirre.

martes, 20 de noviembre de 2018

Razón de amor Versos (343 a 416)


¡Sensación de retorno!
Pero ¿de dónde, dónde?
Allí estuvimos, sí, juntos.
Para encontrarnos este día tan claro
las presencias de siempre no bastaban.
Los besos se quedaban a medio vivir de sus destinos:
no sabían volar de su ser en las bocas
hacia su pleno más.
Mi mirada, mirándote, sentía paraísos
guardados más allá, virginales jardines de ti,
donde con esta luz de que disponíamos
no se podía entrar.
Por eso nos marchamos.
Se deshizo el abrazo, se apartaron Ios ojos,
dejaron de mirarse para buscar el mundo
donde nos encontráramos.
Y ha sido allí, sí, allí.
Nos hemos encontrado allí.
¿Cómo, el encuentro?


¿Fue como beso o llanto?
¿Nos hallamos  con las manos,
buscándonos  a tientas, con los gritos,
clamando; con las bocas que el vacío besaban?
¿Fue un choque de materia  y materia,
combate  de pecho contra pecho,
que a fuerza de contactos se convirtió en victoria
gozosa de los dos, en prodigioso pacto
de tu ser con mi ser enteros?
¿O tan sencillo fue, tan sin esfuerzo,
como una luz que se encuentra
con otra luz, y queda iluminado el mundo,
sin que nada se toque?
Ninguno lo sabemos.
Ni el dónde. Aquí, en las manos,
como las cicatrices, allí, dentro del alma,
como un alma del alma, pervive el prodigioso
saber que nos hallamos, y que su dónde está
para siempre cerrado.
Ha sido tan hermoso que no sufre memoria,
como sufren las fechas, los nombres o las líneas.
Nada en ese milagro podría ser recuerdo:
porque el recuerdo es la pena de sí mismo,
el dolor del tamaño, del tiempo,
y todo fue eternidad: relámpago.
Si quieres recordarlo no sirve el recordar.
Sólo vale vivir de cara hacia ese dónde,
queriéndolo, buscándolo.

Pedro Salinas.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Ese mar.


Ese mar, amarillo, ácido,
en donde un solo barco de bambú ofrece,
al coro de las islas invitadas
mercancías y en donde son bordados,
no con vida, peces y nadadores,
vio aquel día al sol astado con doce rayos gruesos,
prohibiendo enérgico a las aves
sus torpes vuelos femeninos.

Manuel Altolaguirre.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...