viernes, 22 de marzo de 2019

Variación XII Civitas Dei.


¡Qué hermosa es la ciudad, oh Contemplado,
                    que eriges a la vista!

Capital de los ocios, rodeada
                    de espumas fronterizas,

en las torres celestes atalayan
                    blancas nubes vigías.

Flotante sobre el agua, hecha y deshecha
                    por luces sucesivas,

los que la sombra alcázares derrumba
                    el alba resucita.

Su riqueza es la luz, la sin moneda,
                    la que nunca termina,

la que después de darse un día entero
                    amanece más rica.

Todo en ella son canjes -ola y nube,
                    horizonte y orilla-,

bellezas que se cambian, inocentes
                    de la mercadería.

Por tu hermosura, sin mancharla nunca
                    resbala la codicia,

la que mueve el contrato, nunca el aire
                    en las velas henchidas,

hacia la gran ciudad de los negocios,
                    la ciudad enemiga.


No hay nadie, allí, que mire; están los ojos
                    a sueldo, en oficinas.

Vacío abajo corren ascensores,
                    corren vacío arriba,

transportan a fantasmas impacientes:
                    la nada tiene prisa.

Si se aprieta un botón se aclara el mundo,
                    la duda se disipa.

Instantánea es la aurora; ya no pierde
                    en fiestas nacarinas,

en rosas, en albores, en celajes,
                    el tiempo que perdía.

Aquel aire infinito lo han contado;
                    números se respiran

El tiempo ya no es tiempo, el tiempo es oro,
                    florecen compañías

para vender a plazos los veranos,
                    las horas y los días.

Luchan las cantidades con los pájaros,
                    los nombres con las cifras:

trescientos, mil, seiscientos, veinticuatro,
                    Julieta, Laura, Elisa.

Lo exacto triunfa de lo incalculable,
                    las palabras vencidas

se van al campo santo y en las lápidas
esperan elegías.

¡Clarísimo el futuro, ya aritmético,
                    mañana sin neblinas!

Expulsan el azar y sus misterios
                    astrales estadísticas.

Lo que el sueño no dio lo dará el cálculo;
                    unos novios perfilan

presupuestos en tardes otoñales:
                    el coste de su dicha.

Sin alas, silenciosas por los aires,
                    van aves ligerísimas,

eléctricas bandadas agoreras,
                    cantoras de noticias,

que desdeñan las frondas verdecientes
y en las radios anidan.

A su paso se mueren -ya no vuelven-
                    oscuras golondrinas.

Dos amantes se matan por un hilo
                    -ruptura a dos mil millas-;

sin que pueda salvarle una morada
                    un amor agoniza,

y Iludiéndose el teléfono en el pecho
                    la enamorada expira.

Los maniquíes su lección ofrecen,
                    moral desde vitrinas:

ni sufrir ni gozar, ni bien ni mal,
                    perfección de la línea.

Para ser tan felices las doncellas
                    poco a poco se quitan

viejos estorbos, vagos corazones
                    que apenas si latían.

Hay en las calles bocas que conducen
                    a cuevas oscurísimas:

allí no sufre nadie; sombras bellas
                    gráciles se deslizan,

sin carne en que el dolor pueda dolerles,
                    de sonrisa a sonrisa.

Entre besos y escenas de colores
                    corriendo va la intriga.

Acaba en un jardín, al fondo rosas
                    de trapo sin espinas.

Se descubren las gentes asombradas
                    su sueño: es la película,

vivir en un edén de cartón piedra,
                    ser criaturas lisas.

Hermosura posible entre tinieblas
                    con las luces se esquiva.

La yerba de los cines está llena
                    de esperanzas marchitas.

Hay en los bares manos que se afanan
                    buscando la alegría,

y prenden por el talle a sus parejas,
                    o a copas cristalinas.

Mezclado azul con rojo, verde y blanco,
                    fáciles alquimistas

ofrecen breves dosis de retorno
                    a ilusiones perdidas.

Lo que la orquesta toca y ellos bailan,
                    son todo tentativas

de salir sin salir del embolismo
                    que no tiene salida.

Mueve un ventilador aspas furiosas
                    y deshoja una Biblia.

Por el aire revuelan gemebundas
                    voces apocalípticas,

y rozan a las frentes pecadoras
                    alas de profecías.

La mejor bailarina, Magdalena,
                    se pone de rodillas.

Corren las ambulancias, con heridos
                    de muerte sin heridas.

En Wall Street banqueros puritanos
                    las escrituras firman

para comprar al río los reflejos
                    del cielo que está arriba.


Un hombre hay que se escapa, por milagro,
                    de tantas agonías.

No hace nada, no es nada, es Charlie Chaplin,
                    es este que te mira;

somos muchos, yo solo, centenares
                    las almas fugitivas

de Henry Ford, de Taylor, de la técnica,
                    los que nada fabrican

y emplean en las nubes vagabundas
                    ojos que no se alquilan.

No escucharán anuncios de la radio;
                    atienden la doctrina

que tú has ido pensando en tus profundos,
                    la que sale a tu orilla,

ola tras ola, espuma tras espuma,
y se entra por los ojos toda luz,
                    y ya nunca se olvida.

Pedro Salinas.

jueves, 21 de marzo de 2019

Mañana de primavera.


¡Mañana de primavera!
Vino ella a besarme,
cuando una alondra mañanera
subió del surco, cantando:
-¡Mañana de primavera!-

Le hable de una mariposa
blanca que vi en el sendero;
y ella, dándome una rosa,
me dijo: -¡Cuánto te quiero!
¡No sabes lo que te quiero!-

¡Guardaba en sus labios rojos
tantos besos para mi!
Yo le besaba los ojos...
-¡Mis ojos son para ti;
tu, para mis labios rojos!-

El cielo de primavera
era azul de paz y olvido...
Una alondra mañanera
canto en el huerto aún dormido.
Luz y cristal su voz
era en el surco removido...
¡Mañana de primavera!

Juan Ramón Jiménez.

miércoles, 20 de marzo de 2019

Recuerdo.


La tierra te devuelve a mí.
Si tú no hubieras muerto,
ni las aguas sin venas,
ni las frutas con piel,
ni los volcanes, en su frescor,
sabor y fuego,
me darían tu presencia.
Me sería indiferente
este globo erizado.
que expulsa de su entraña
las vidas y los árboles,
para que lo rodeen de color y ternura.
La tierra sabe bien que el sol
y las estrellas son miradas de seres que no existen.
Sólo creo en ti, planeta donde muero,
donde murió quien siempre me acompaña.

Manuel Altolaguirre.

martes, 19 de marzo de 2019

Cabeza dormida.


Estaban todos ahí, diseminados, agrupados,
en un rincón de la vieja plaza del pueblo.
Viejos algunos, jóvenes otros, cansados aquellos,
de piedra sucesiva todos, en las largas horas de espera.
Algunos llevaban cuerdas sobre los hombros,
rudas maromas sin ocupación, o sacos, o eran ya solo,
en la mañana sobrepasada, sus largos brazos caídos.
En su pupila el azul, el castaño, el dorado levitador,
el verde vivísimo, yacía invisible
como bajo la tenue capa de polvo.
Respiraban en la quieta plaza, sentados
o echados sobre los bancos, con sol en la piedra.
Al sol de la piedra. Este mostraba su arcilla prieta,
levemente desmoronada, cubierta de sueño.
Y un rubor de cabello pobre, canoso o dormido,
a la vez suave y áspero, se extendía sobre la testa.
Cabeza de plata mate, ¿dónde vista?; sí, un día,
velazqueña, en un lienzo.
-Los Borrachos-, -Vallecas-, -Coria-, -Breda-...
Dormida, en la plaza del pueblo.

Vicente Aleixandre.

lunes, 18 de marzo de 2019

Quisiera estar solo en el sur.


Quizá mis lentos ojos no verán más el sur
de ligeros paisajes dormidos en el aire,
con cuerpos a la sombra de ramas como flores
o huyendo en un galope de caballos furiosos.

El sur es un desierto que llora mientras canta,
y esa voz no se extingue como pájaro muerto;
hacia el mar encamina sus deseos amargos
abriendo un eco débil que vive lentamente.

En el sur tan distante quiero estar confundido.
La lluvia allí no es más que una rosa entreabierta;
su niebla misma ríe, risa blanca en el viento.
Su oscuridad, su luz son bellezas iguales.

Luis Cernuda.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...