Poemas menores II
Que se quede así ya
-desnudo y vacío- el corazón.
¿A qué vestirle de nuevo,
a qué otra vez colmarle de amor
si otra vez, al fin, ha de venir el tiempo
a llevárselo todo como un ladrón?
León Felipe.
A veces ser humano es difícil. Se nació casi al borde.
Helo aquí, y casi mira. Desde su estar inmóvil rompe el aire
y asoma súbito a este fren te: aquí es asombro.
Pues está y os contempla, o más, pide ser visto, y más: mirado, salvo.
Tiene su pelo mixto, cubriendo desigual la enorme masa,
y luego, más despacio, la mano de quien aquí lo puso trazó lenta la frente,
la inerte frente que sería y no fuese,
no era. La hizo despacio como quien traza un mundo
a oscuras, sin iluminación posible,
piedra en espacios que nació sin vida
para rodar externamente yerta.
Pero esa mano sabia, humana, más despacio lo hizo,
aquí lo puso como materia, y dándole
su calidad con tanto amor que más verdad sería:
sería más luces, y luz daba esa piedra.
La frente muerta dulcemente brilla,
casi riela en la penumbra, y vive.
Y enorme veía sobre unos ojos mudos,
horriblemente dulces, al fondo de su estar, vitreos, sin lágrima.
La pesada cabeza, derribada hacia atrás, mira, no mira,
pues nada ve. La boca está entreabierta;
solo por ella alienta, y los bracitos cortos juegan, ríen,
mientras la cara grande muerta, ofrécese.
La mano aquí lo pintó, lo acarició
y más: lo respetó, existiendo.
Pues era. Y la mano apenas lo resumió exaltando
su dimensión veraz. Más templó el aire,
lo hizo más verdadero en su oquedad posible
para el ser, como una onda que límites se impone
y dobla suavemente en sus orillas.
Si le miráis le veréis hoy ardiendo
como en húmeda luz, todo él envuelto
en verdad, que es amor, y ahí adelantado, aducido,
pidiendo, suplicando sin voz: pide ser salvo.
Miradle, sí; salvadle. Él fía en el hombre.
Vicente Aleixandre.
A Rosa de Alberti...
Rosa de Alberti allá en el rodapié
del mirador del cielo se entreabría,
pulsadora del aire y prima mía,
al cuello un lazo blanco de moaré.
El barandal del arpa, desde el pie
hasta el bucle en la nieve, la cubría.
Enredando sus cuerdas, verdecía,
alga en hilos, la mano que se fue.
Llena de suavidades y carmines,
fanal de ensueño, vaga y voladora,
voló hacia los más altos miradores.
¡Miradla querubín de querubines,
del vergel de los aires pulsadora.
Pensativa de Alberti entre las flores!
Rafael Alberti.
¡ Lavanderas... Tintoreros !
Manzanas levemente heridas
por finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
Peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren
Y agujas instaladas
en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que untan de aceite las lenguas militares
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.
Porque ya no hay quien reparte el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elegantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.
El hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas,
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.
Los maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;
pero debajo de las estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en las carnes desgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación;
el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.
Pero el viejo de las manos traslucidas
dirá: amor, amor, amor,
aclamado por millones de moribundos;
dirá: amor, amor, amor,
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz,
entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;
dirá: amor, amor, amor,
hasta que se le pongan de plata los labios.
Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los
directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con la cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y la música,
porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.
Federico García Lorca.
Hay dulzura infantil
En la mañana quieta.
Los árboles extienden
Sus brazos a la tierra.
Un vaho tembloroso
Cubre las sementeras,
Y las arañas tienden
Sus caminos de seda
-Rayas al cristal limpio
Del aire-.
En la alameda
Un manantial recita
Su canto entre las hierbas
Y el caracol, pacífico
Burgués de la vereda,
Ignorado y humilde,
El paisaje contempla.
La divina quietud
De la naturaleza
Le dio valor y fe,
Y olvidando las penas
De su hogar, deseó
Ver el fin de -la- senda.
Echó andar e internóse
En un bosque de yedras
Y de ortigas. En medio
Había dos ranas viejas
Que tomaban el sol,
Aburridas y enfermas.
Esos cantos modernos,
Murmuraba una de ellas,
Son inútiles. Todos,
Amiga, le contesta
La otra rana, que estaba
Herida y casi ciega:
Cuando joven creía
Que si al fin Dios oyera
Nuestro canto, tendría
Compasión. Y mi ciencia,
Pues ya he vivido mucho,
Hace que no la crea.
Yo ya no canto más...
Las dos ranas se quejan
Pidiendo una limosna
A una ranita nueva
Que pasa presumida
Apartando las hierbas.
Ante el bosque sombrío
El caracol, se aterra.
Quiere gritar. No puede,
Las ranas se le acercan.
¿Es una mariposa?,
Dice la casi ciega.
Tiene dos cuernecitos,
La otra rana contesta.
Es el caracol. ¿Vienes,
Caracol, de otras tierras?
Vengo de mi casa y quiero
Volverme muy pronto a ella.
Es un bicho muy cobarde,
Exclama la rana ciega.
¿No cantas nunca? No canto,
Dice el caracol. ¿Ni rezas?
Tampoco: nunca aprendí.
¿Ni crees en la vida eterna?
¿Qué es eso?
Pues vivir siempre
En el agua más serena,
Junto a una tierra florida
Que a un rico manjar sustenta.
Cuando niño a mí me dijo
Un día mi pobre abuela
Que al morirme yo me iría
Sobre las hojas más tiernas
De los árboles más altos.
Una hereje era tu abuela.
La verdad te la decimos
Nosotras. Creerás en ella,
Dicen las ranas furiosas.
¿Por qué quise ver la senda?
Gime el caracol. Sí, creo
Por siempre en la vida eterna
Que predicáis...
Las ranas,
Muy pensativas, se alejan,
Y el caracol, asustado,
Se va perdiendo en la selva.
Las dos ranas mendigas
Como esfinges se quedan.
Una de ellas pregunta:
¿Crees tú en la vida eterna?
Yo no, dice muy triste
La rana herida y ciega.
¿Por qué hemos dicho entonces
Al caracol que crea?
¿Por qué?... No sé por qué,
Dice la rana ciega.
Me lleno de emoción
Al sentir la firmeza
Con que llaman mis hijos
A Dios desde la acequia...
El pobre caracol
Vuelve atrás. Ya en la senda
Un silencio ondulado
Mana de la alameda.
Con un grupo de hormigas
Encarnadas se encuentra.
Van muy alborotadas,
Arrastrando tras ellas
A otra hormiga que tiene
Tronchadas las antenas.
El caracol exclama:
Hormiguitas, paciencia.
¿Por qué así maltratáis
A vuestra compañera?
Contadme lo que ha hecho.
Yo juzgaré en conciencia.
Cuéntalo tú, hormiguita.
La hormiga medio muerta
Dice muy tristemente:
Yo he visto las estrellas.
¿Qué son estrellas? -dicen
Las hormigas inquietas.
Y el caracol pregunta
Pensativo: ¿estrellas?
Sí, repite la hormiga,
He visto las estrellas.
Subí al árbol más alto
Que tiene la alameda
Y vi miles de ojos
Dentro de mis tinieblas.
El caracol pregunta:
¿Pero qué son estrellas?
Son luces que llevamos
Sobre nuestra cabeza.
Nosotras no las vemos,
Las hormigas comentan.
Y el caracol, mi vista
Sólo alcanza a las hierbas.
Las hormigas exclaman
Moviendo sus antenas:
Te mataremos, eres
Perezosa y perversa,
El trabajo es tu ley.
Yo he visto a las estrellas,
Dice la hormiga herida.
Y el caracol sentencia:
Dejadla que se vaya,
Seguid vuestras faenas.
Es fácil que muy pronto
Ya rendida se muera.
Por el aire dulzón
Ha cruzado una abeja.
La hormiga agonizando
Huele la tarde inmensa
Y dice, es la que viene
A llevarme a una estrella.
Las demás hormiguitas
Huyen al verla muerta.
El caracol suspira
Y aturdido se aleja
Lleno de confusión
Por lo eterno. La senda
No tiene fin, exclama.
Acaso a las estrellas
Se llegue por aquí.
Pero mi gran torpeza
Me impedirá llegar.
No hay que pensar en ellas.
Todo estaba brumoso
De sol débil y niebla.
Campanarios lejanos
Llaman gente a la iglesia.
Y el caracol, pacífico
Burgués de la vereda,
Aturdido e inquieto
El paisaje contempla.
Federico García Lorca.
Madrigal al billete de tranvía.
La voz a ti debida.
(Versos 201 a 236)
He venido a sembrar mis huesos otra vez
y a abrir las acequias de mis venas.
Estas son mis llaves:
sacad el trigo por la puerta.
El hombre está aquí para cumplir una sentencia,
no para imponerla.
Que suba al ara como la paloma y el cordero.
Y que hable el juez desde su cruz, no desde su silla.
Levantad el patíbulo.
pero con cada criminal, que muera un justo,
Haced del patíbulo un altar y decid:
Señor, te damos nuestra sangre:
La de la oveja negra
y la de la oveja blanca...
la de los gangsters
y la de los cristos.
Toda la sangre es roja...
y humus para la tierra agonizante.
Con Cristo, pero en los Olivos y en la cruz:
con la fiebre y la hiel,
con la sed y la esponja,
con la sombra y el llanto,
en la humedad cerrada de la angustia,
en el reino de la semilla y de la noche,
esperando... esperando a que broten de nuevo
la espiga
la aurora
y la conciencia.
León Felipe.
Devenir del mar menor.
Es la noche sin fin, la desvelada
noche, que con sus filos de cuchilla
implacable recorta en amarilla
muerte, nuestra silueta enajenada.
Vivir, cuando vivir no vale nada,
equivale a sembrar, con la semilla
infecunda, el dolor, que tanto humilla;
de una existencia rota y postergada.
Y el insomnio repite inexorable
el paso de la vida irrevocable,
que, sin dejarse de sentir, se aleja.
¿Dónde nos llevará, tan sin camino,
tan juguete irrisorio del destino,
nuestra razón destartalada y vieja?
El gobierno francés, ¿o fue el gobierno inglés?, puso una lápida
En esa casa de 8 Great College Street, Camden Town, Londres,
Adonde en una habitación Rimbaud y Verlaine, rara pareja,
Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron,
Durante algunas breves semanas tormentosas.
Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y alcalde,
Todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y Rimbaud cuando vivían.
Con la tristeza sórdida que va con lo que es pobre,
No la tristeza funeral de lo que es rico sin espíritu.
Cuando la tarde cae, como en el tiempo de ellos,
Sobre su acera, húmedo y gris el aire, un organillo
Suena, y los vecinos, de vuelta del trabajo,
Bailan unos, los jóvenes, los otros van a la taberna.
Corta fue la amistad singular de Verlaine el borracho
Y de Rimbaud el golfo, querellándose largamente.
Mas podemos pensar que acaso un buen instante
Hubo para los dos, al menos si recordaba cada uno
Que dejaron atrás la madre inaguantable y la aburrida esposa.
Pero la libertad no es de este mundo, y los libertos,
En ruptura con todo, tuvieron que pagarla a precio alto.
Sí, estuvieron ahí, la lápida lo dice, tras el muro,
Presos de su destino: la amistad imposible, la amargura
De la separación, el escándalo luego; y para éste
El proceso, la cárcel por dos años, gracias a sus costumbres
Que sociedad y ley condenan, hoy al menos; para aquél a solas
Errar desde un rincón a otro de la tierra,
Huyendo a nuestro mundo y su progreso renombrado.
El silencio del uno y la locuacidad banal del otro
Se compensaron. Rimbaud rechazó la mano que oprimía
Su vida; Verlaine la besa, aceptando su castigo.
Uno arrastra en el cinto el oro que ha ganado; el otro
Lo malgasta en ajenjo y mujerzuelas. Pero ambos
En entredicho siempre de las autoridades, de la gente
Que con trabajo ajeno se enriquece y triunfa.
Entonces hasta la negra prostituta tenía derecho de insultarlos;
Hoy, como el tiempo ha pasado, como pasa en el mundo,
Vida al margen de todo, sodomía, borrachera, versos escarnecidos,
Ya no importan en ellos, y Francia usa de ambos nombres y ambas obras
Para mayor gloria de Francia y su arte lógico.
Sus actos y sus pasos se investigan, dando al público
Detalles íntimos de sus vidas. Nadie se asusta ahora, ni protesta.
“¿Verlaine? Vaya, amigo mío, un sátiro, un verdadero sátiro.
Cuando de la mujer se trata; bien normal era el hombre,
Igual que usted y que yo. ¿Rimbaud? Católico sincero, como está demostrado”.
Y se recitan trozos del “Barco Ebrio” y del soneto a las “Vocales”.
Mas de Verlaine no se recita nada, porque no está de moda
Como el otro, del que se lanzan textos falsos en edición de lujo;
Poetas mozos de todos los países hablan mucho de él en sus provincias.
¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?
Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable
Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,
Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita
Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.
Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla.
Luis Cernuda.
Se levantó sin despertarme.
Andaba lenta, aplastándose tanto
hasta pasar bajo imposibles
sitios huecos,
o estirándose fina como un ala
atravesando puertas entreabiertas.
No tenía vista,
pero salvaba los obstáculos
con previsora maestría.
Ni tacto,
pero evitaba las esquinas
sin recibir un golpe.
Ni oído,
pero cuando el portazo aquél,
sobresaltada,
corriendo vino a mí,
en mí escondiéndose
y despertando en mí,
su cuerpo.
Manuel Altolaguirre.
Ven disfrazada como quieras, muerte:
o rayo, o herida, o nudo que destraba
creyendo aniquilar lo que no acaba,
frustrada pamema que la nada vierte
confundiendo las ruinas con lo inerte
o restrojos con mies que el sol alaba,
según que muerte y vida en uno traba
dando a la tierra abono y al pan suerte.
Jamás muriéndose murió Cervantes,
ni cien mineros yertos, negra entraña,
harían si vivos más vivir España.
Todo lo de hoy viene, venero, de antes.
NI muerto viviré, siempre viviendo.
polvo, trabajo o bulto, sido y siendo.
Max Aub.
Aún su forma de niño
ha avanzado hasta aquí. La boca, abajo,
parece que aún pronuncia los nombres: -Madre; la luz; el sueño;
quiero dormir-. Dormir... Pero sus ojos hondos velan, palpan.
Solicitan. Ah, cumplida verdad que un soplo inunda.
Porque este que aquí miráis con fondo madrileño,
nació, risueño un niño, junto al Madrid del Austria
en Madrid popular, y asomó pronto
por la Cava o subió hasta Palacio,
donde juegan los niños en el jardín de Oriente,
frente a la gravedad velazqueña del fondo,
en grises claros que sus ojos copian,
mientras la boca en burla juzga o ríe.
Después la adolescencia, no la turbia -loba-,
pero la clara fuerza en vida hirviente,
frente a los serenados ojos pensadores
-a veces una tristeza mate en su hondo celo.
Con un brillo levísimo,
delicado, que en la palabra da. Y un iris vuela.
Aún le recuerdo, en altas noches
de la ciudad, con frío y ciencia,
mirar largo, cual si la recogiese o sepultase
en su pecho. Y allá perderse
en otro amanecer.
O era a la inversa:
Desde el amanecer
salir a luz, entre pinar, cantueso,
por entre las encinas, rozando jaras,
pisar el monte vivo, con pie firme y marchar,
marchar, subir esa ladera,
correr esa cañada, desembocar en llano,
ascender al picacho,
divisar la subida del sol, el ave grande,
las alas grandes que a veces un instante
ponen sombra en la frente,
y allí la libertad, el pecho abierto,
los ojos puros en el aire fuerte,
y el canto. La palabra, otro iris
de cumbre a río, o un puente
para el pie de la vida.
La letra enseña o mata.
Pero este vive
en su doble valor. La vida es breve;
justo para decir
Eulalia. Un soplo cierto
que lentísimo pasa, y en él la letra vive,
significa, reduce, ensancha. El campo, eí mundo.
El universo rueda. Un joven ama.
Nada vale mentir. La verdad ávida
fue la enseña de este vivir. No vale gloria
-vivir- si con mentira muere.
Y si de esa frente el campo
desguarnecido está, y si de esos ojos
la luz cansada tras cristales puja,
por su verdad hoy jura la boca misma que besó y aún ama.
La que adujo verdad con ciencia extrema,
como ese brazo tiende su ademán y señala
al hombre y dibuja el contorno,
y definido está, con tristes luces.
¡Basta! Amor contradicción sería
si no fuera una síntesis humana, y el que condena
levanta, y el que calla no juzga
y el que habla perdona y dulce infiere.
Y: -vosotros-, o -yo-. Lo mismo. Y viven.
Enormemente. Dámaso cual Dámaso.
Macromundo. Total. Que un pecho encierra.
Este que aquí miráis
sus ojos abre. ¿Veis? Es la luz,
la misma luz que redentora sube
desde el niño; que pasa
por los umbrales ciegos donde durmió extendido
-sí, pasaje, verdad-, y sigue y roza
la mejilla callada, la mano lenta que esas hojas dobla,
y la ventana misma por donde ahora ese poniente dulce
se filtra en soplos
hasta tocar los ojos y cerrarlos. Duerme...
Vivir, vivir. Sentidos, pensamientos,
acciones. El mundo; su verdad. La flecha cierta.
Pasada el alma, en pie, cruza aún quien vive.
Y cuando el cuerpo se desplome, el aire
cual Dámaso, empujará la luz de su hondo sueño.
Vicente Aleixandre.
A Conchita.
Tenía la naricilla respingona, y era menuda,
¡Cómo le gustaba correr por la arena!
Y se metía en el agua,
y nunca se asustaba.
Flotaba allí como si aquel hubiera sido siempre su natural elemento.
Como si las olas la hubieran acercado a la orilla,
trayéndola desde lejos, inocente en la espuma,
con los ojos abiertos bajo la luz.
Rodaba luego con la onda sobre la arena y se reía,
risa de niña en la risa del mar,
y se ponía de pie, mojada, pequeñísima,
como recién salida de las valvas de nácar,
y se adentraba en la tierra,
como en préstamo de las olas.
¿Te acuerdas?
Cuéntame lo que hay allí en el fondo del mar.
Dime, dime, yo le pedía.
No recordaba nada.
Y riendo se metía otra vez en el agua
y se tendía sumisamente sobre las olas.
Bestia que lloras a mi lado, dime:
¿Qué dios huraño
Te remueve la entraña?
¿A quién o a qué vacío
Se dirige tu anhelo,
Tu oscuro corazón?
¿Por qué gimes, qué husmeas, qué avizoras?
¿Husmeas, di, la muerte?
¿Aúllas a la muerte,
Proyectada, cual otro can famélico,
Detrás de mí, de tu amo?
Ay, Pizca,
Tu terror es quizá solo el del hombre
Que el bieldo enarbolaba,
O el horror a la fiera
Más potente que tú.
Tú, sí, Pizca; tal vez lloras por eso
Yo, no.
Lo que yo siento es
un horror inicial de nebulosa;
o ese espanto al vacío,
cuando el ser se disuelve, esa amargura,
del astro que se enfría entre lumbreras
más jóvenes, con frío sideral,
con ese frío que termina
en la primera noche, aún no creada;
o esa verdosa angustia del cometa
que antorcha aún, como oprimida antorcha,
invariablemente, indefinidamente, cae,
pidiendo destrucción, ansiando choque.
Ah, sí, que es más horrible
infinito caer sin dar en nada,
sin nada en que chocar. Oh viaje negro,
oh poza del espanto:
y, cayendo, caer y caer siempre.
Dámaso Alonso.
¡Oh terso claroscuro del durmiente!
Derribadas las lindes, fluyó el sueño.
Sólo el espacio.
Luz y sombra, dos ciervas velocísimas,
huyen hacia la hontana de aguas frescas,
centro de todo.
¿Vivir no es más que el roce de su viento?
Fuga del viento, angustia, luz y sombra:
forma de todo.
Y las ciervas, las ciervas incansables,
flechas emparejadas hacia el hito,
huyen y huyen.
El árbol del espacio. (Duerme el hombre)
Al fin de cada rama hay una estrella.
Noche: los siglos.
Duerme y se agita con terror: comprende.
Ha comprendido, y se le eriza el alma.
¡Gélido sueño!
Huye el gran árbol que florece estrellas,
huyen las ciervas de los pies veloces,
huye la fuente.
¿Por qué nos huyes, Dios, por qué nos huyes?
Tu veste en rastro, tu cabello en cauda,
¿dónde se anegan?
¿Hay un hondón, bocana del espacio,
negra rotura hacia la nada, donde
viertes tu aliento?
Ay, nunca formas llegarán a esencia,
nunca ciervas a fuente fugitiva.
¡Ay, nunca, nunca!
Dámaso Alonso.
Padre mío.
A mi hermana.
Lejos estás, padre mío, allá en tu reino de las sombras.
Mira a tu hijo, oscuro en esta tiniebla huérfana,
lejos de la benévola luz de tus ojos continuos.
Allí nací, crecí; de aquella luz pura
tomé vida, y aquel fulgor sereno
se embebió en esta forma, que todavía despide,
como un eco apagado, tu luz resplandeciente.
Bajo la frente poderosa, mundo entero de vida,
mente completa que un humano alcanzara,
sentí la sombra que protegió mi infancia. Leve, leve,
resbaló así la niñez como alígero pie sobre una hierba noble,
y si besé a los pájaros, si pude posar mis labios
sobre tantas alas fugaces que una aurora empujara,
fue por ti, por tus benévolos ojos que presidieron mi nacimiento
y fueron como brazos que por encima de mi testa cernían
la luz, la luz tranquila, no heridora a mis ojos de niño.
Alto, padre, como una montaña que pudiera inclinarse,
que pudiera vencerse sobre mi propia frente descuidada
y besarme tan luminosamente, tan silenciosa y puramente
como la luz que pasa por las crestas radiantes
donde reina el azul de los cielos purísimos.
Por tu pecho bajaba una cascada luminosa de bondad, que tocaba
luego mi rostro y bañaba mi cuerpo aún infantil, que emergía
de tu fuerza tranquila como desnudo, reciente,
nacido cada día de ti, porque tú fuiste padre
diario, y cada día yo nací de tu pecho, exhalado
de tu amor, como acaso mensaje de tu seno purísimo.
Porque yo nací entero cada día, entero y tierno siempre,
y débil y gozoso cada día hollé naciendo
la hierba misma intacta: pisé leve, estrené brisas,
henchí también mi seno, y miré el mundo
y lo vi bueno. Bueno tú, padre mío, mundo mío, tú solo.
Hasta la orilla del mar condujiste mi mano.
Benévolo y potente tú como un bosque en la orilla,
yo sentí mis espaldas guardadas contra el viento estrellado.
Pude sumergir mi cuerpo reciente cada aurora en la espuma,
y besar a la mar candorosa en el día,
siempre olvidada, siempre, de su noche de lutos.
Padre, tú me besaste con labios de azul sereno.
Limpios de nubes veía yo tus ojos,
aunque a veces un velo de tristeza eclipsaba a mi frente
esa luz que sin duda de los cielos tomabas.
Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco
que así, en los brazos, desvalido, me hubiste.
Huérfano de ti, menudo como entonces, caído sobre una hierba triste,
heme hoy aquí, padre, sobre el mundo en tu ausencia,
mientras pienso en tu forma sagrada, habitadora acaso de una sombra amorosa,
por la que nunca, nunca tu corazón me olvida.
Oh padre mío, seguro estoy que en la tiniebla fuerte
tú vives y me amas. Que un vigor poderoso,
un latir, aún revienta en la tierra.
Y que unas ondas de pronto, desde un fondo, sacuden
a la tierra y la ondulan, y a mis pies se estremece.
Pero yo soy de carne todavía. Y mi vida
es de carne, padre, padre mío. Y aquí estoy,
solo, sobre la tierra quieta, menudo como entonces, sin verte,
derribado sobre los inmensos brazos que horriblemente te imitan.
Vicente Aleixandre.
Como me duermes al niño,
enorme cuna del mundo,
cuna de noche de agosto!
El viento me lo acaricia
en las mejillas
y lo que canta en los árboles
tiene sonsón de nanita
para que se duerma pronto.
Suaves estrellas le guardan
de mucha luz y de mucha
tiniebla para los ojos.
Y parece que se siente
rodar la tierra muy lenta,
sin más vaivén que el preciso
para que se duerma el niño,
hijo mío e hijo suyo.
Pedro Salinas.
Sombra hecha de luz,
que templando repele,
es fuego con nieve
el andaluz.
Enigma al trasluz,
pues va entre gente solo,
es amor con odio
el andaluz.
Oh hermano mío, tú.
Dios, que te crea,
será quién comprenda
al andaluz.
Luis Cernuda.
Mas si el latido empuja
sangre y en oleadas lentas va indagando,
va repartiendo,
por los brazos, hasta afinarse en yema;
por las piernas hasta tocar la tierra,
casi la tierra,
sin alcanzarla nunca
(una frontera, apenas una lámina,
separa linfa y tierra, destinadas a unirse
pero mucho más tarde.
Oh bodas diferidas, mas seguras).
Digo que si el latido empuja
y por el brazo llega al extremo, y va alegre,
refrescando, otorgando,
con nueva juventud y se diría
que con nueva esperanza...
cuando vuelve va oscura
-sangre apagada y triste de los hombres-
sombra que por sus túneles regresa
a su origen continuo.
¿Cuál es su carga?, dime.
Llegó a la mano y esta
ahora soltaba el puño del arado,
o depuso una pluma,
o venía de enjugar la frente húmeda,
para lo cual el hierro
activo -azada o pala o filo-
quedó un instante en sombra.
El riego alegre recogió la carga,
todo el conocimiento del esfuerzo oscuro,
y emprendió su regreso.
¡Sangre cargada de la ciencia humana!
Hacia arriba, despacio,
como un inmenso lastre se adentraba
más en el hombre. Primero por su brazo,
sabio de su dolor, luego en su hombro:
¡cómo pesaba inmensa!
Luego, por su camino horizontal buscando a ciegas
el descanso, la fuente,
el manantial de luz, de vida: el fresco
pozo donde lavar su oscura túnica
y levantarse nueva, suavemente empujada,
suavemente creída, como oreada,
para emprender de nuevo, sin memoria,
su dulce curiosidad,
su indagación primera, su sorpresa, su firme y pura y honda
esperanza diaria.
Es la verdad que algunas veces en la boca aún destella
y se hace
una palabra humana.
Vicente Aleixandre.
(Versos 1765 a 1791)
Se te está viendo la otra.
Se parece a ti:
Ios pasos, el mismo ceño,
los mismos tacones altos
todos manchados de estrellas.
Cuando vayáis por la calle
juntas, las dos,
¡qué difícil el saber
quién eres, quién no eres tú!
Tan iguales ya, que sea
imposible vivir más
así, siendo tan iguales.
Y como tú eres la frágil,
la apenas siendo, tiernísima,
tú tienes que ser la muerta.
Tú dejarás que te mate,
que siga viviendo ella,
embustera, falsa tú,
pero tan igual a ti
que nadie se acordará
sino yo de lo que eras.
Y vendrá un día
-porque vendrá, sí, vendrá-
en que al mirarme a los ojos
tú veas
que pienso en ella y la quiero:
tú veas que no eres tú.
Pedro Salinas.
Prisión de cal y de canto,
ataúd de piso y techo,
anclado en la cruz exacta
de los espacios y el tiempo,
en mar de campos, marina
de horas mansas, tierra adentro:
Seis planos pulcros velaban
un corazón volandero
(puerta patente a la vida;
ventana abierta al ensueño),
y una lámpara soñaba,
dormida, en la noche, puerto.
Desarraigado de ti,
por mar, por tierra, me muevo.
Por forma y luz: hondo tajo
de olvido, que cruza el tiempo,
puente, roto hacia mi vida,
de orillas de tu recuerdo.
Que, aguas azules, los días
te irán los muros lamiendo,
y un viento frío, el espacio,
te impele, navío muerto,
a medida que tu carne
rasgo, mi tierra, y me alejo.
Dámaso Alonso.
Aullidos.
Pasan los días y los años, corre la vida
y uno no sabe por qué vive...
Pasan los días y los años, llega la muerte
y uno no sabe por qué muere.
Y un día el hombre se pone a llorar sin más ni más,
sin saber por qué llora
por quién llora...
y qué significa una lágrima.
Luego, cuando otro día uno se va para siempre,
sin que nadie lo sepa tampoco
y sin saber quién es
ni a qué ha venido aquí...
piensa que tal vez vino sólo a llorar
y aullar como un perro...
por el perro de ayer que se fue,
por el perro de mañana que vendrá
y se irá también sin que se sepa adónde
y por todos los pobres perros muertos del mundo.
Porque ¿no es el hombre un pobre perro perdido y solitario
sin amo y sin domicilio conocido?...
Y no puede llorar y aullar el Hombre en el Viento
sin más ni más... porque sí
como aúlla el mar... ¿Por qué aúlla el mar?
Señor Arcipreste... ¿Por qué aúlla el mar?
León Felipe.
¡Oh terso claroscuro del durmiente!
Derribadas las lindes, fluyó el sueño.
Sólo el espacio.
Luz y sombra, dos ciervas velocísimas,
huyen hacia la hontana de aguas frescas,
centro de todo.
¿Vivir no es más que el roce de su viento?
Fuga del viento, angustia, luz y sombra:
forma de todo.
Y las ciervas, las ciervas incansables,
flechas emparejadas hacia el hito,
huyen y huyen.
El árbol del espacio. (Duerme el hombre)
Al fin de cada rama hay una estrella.
Noche: los siglos.
Duerme y se agita con terror: comprende.
Ha comprendido, y se le eriza el alma.
¡Gélido sueño!
Huye el gran árbol que florece estrellas,
huyen las ciervas de los pies veloces,
huye la fuente.
¿Por qué nos huyes, Dios, por qué nos huyes?
Tu veste en rastro, tu cabello en cauda,
¿dónde se anegan?
¿Hay un hondón, bocana del espacio,
negra rotura hacia la nada, donde
viertes tu aliento?
Ay, nunca formas llegarán a esencia,
nunca ciervas a fuente fugitiva.
¡Ay, nunca, nunca!
Dámaso Alonso.
Preceptiva poética.
El hijo de la gran Mula
por Mola vino a las malas.
Como no tuvo soldados,
los hizo con las sotanas.
De lejos, el traidor Franco
solo promesas le manda,
y tomándolo por Muño
le anuncia tropas mulatas.
Ya están pidiendo madrinas
las tropas de las mejalas.
La media Luna ya tiene
protección de las beatas.
¡Cómo curan sus heridos,
cómo el moro les regala
sangrientos ramos de flores
llenos de orejas cortadas!
En mulas van hacia Mola
pidiendo a gritos la paga.
Mola los mueles con marcos,
ya caducos, de Alemania.
¡Fiero moro, te engañaron,
te van a engañar, te engañan!
De todas partes por radio
llegan las voces cascadas
de generales borrachos
diciendo botaratadas.
Mientras que contra los cuentos
que los fascistas levantan,
las hoces y los martillos
chocan sus verdades claras.
Las Milicias van cantando
su alegría en la batalla,
victoriosas de la muerte
que acecha a sus milicianas;
siempre poniendo los ojos
en donde ponen las balas.
Asoma la luz del día
enfrente de Guadarrama,
ensangrentando de albores
las luces de la esperanza.
Al otro lado del monte
está la muerte de España.
José Bergamín.
Por último.
El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...