viernes, 9 de septiembre de 2016

Patio húmedo.


1920
Las arañas
iban por los laureles.
La casualidad
se va tornando en nieve,
y los años dormidos
ya se atreven a clavar los telares del siempre.
La quietud hecha esfinge
se ríe de la Muerte que canta
melancólica en un grupo de lejanos cipreses.
La yedra de las gotas
tapiza las paredes
empapadas de arcaicos misereres.
¡Oh torre vieja!
Llora tus lágrimas mudéjares
sobre este grave patio
que no tiene fuente.
Las arañas
iban por los laureles.

Federico García Lorca.

jueves, 8 de septiembre de 2016

La luz.



El mar, la tierra, el cielo, el fuego, el viento,
el mundo permanente en que vivimos,
los astros remotísimos que casi nos suplican,
que casi a veces son una mano que acaricia los ojos.

Esa llegada de la luz que descansa en la frente.
¿De dónde llegas, de dónde vienes, amorosa forma que siento respirar, que siento como un pecho que encerrara una música,
que siento como el rumor de unas arpas angélicas, ya casi cristalinas como el rumor de los mundos?

¿De dónde vienes, celeste túnica que con forma de rayo luminoso
acaricias una frente que vive y sufre, que ama como lo vivo?;
¿de dónde tú, que tan pronto pareces el recuerdo de un fuego ardiente como el hierro que señala, como te aplacas
sobre la cansada existencia de una cabeza que te comprende?

Tu roce sin gemido tu sonriente llegada como unos labios de arriba,
el murmurar de tu secreto en el oído que espera,
lastima o hace soñar como la pronunciación de un nombre
que sólo pueden decir unos labios que brillan.

Contemplando ahora mismo estos tiernos animalitos
que giran por tierra alrededor,
bañados por tu presencia o escala silenciosa,
revelados a su existencia, guardados por la mudez
en la que sólo se oye el batir de las sangres.

Mirando esta nuestra propia piel, nuestro cuerpo visible
porque tú lo revelas, luz que ignoro quién te envía,
luz que llegas todavía como dicha por unos labios,
con la forma de unos dientes o de un beso suplicado,
con todavía el calor de una piel que nos ama.

Dime, dime quién es, quién me llama, quién me dice, quién clama,
dime qué es este envío remotísimo que suplica,
qué llanto a veces escucho cuando eres sólo una lágrima.

Oh tú, celeste luz temblorosa o deseo,
fervorosa esperanza de un pecho que no se extingue,
de un pecho que se lamenta como dos brazos largos
capaces de enlazar una cintura en la tierra.

¡Ay amorosa cadencia de los mundos remotos,
de los amantes que nunca dicen sus sufrimientos,
de los cuerpos que existen, de las almas que existen,
de los cielos infinitos que nos llegan con un silencio!

Vicente Aleixandre.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Tiempo inhumano.


Tiempo sin forma de hombre,
con insistentes llanuras,
no atraviesa, empuja,
lleva mi tiempo humano en su espejo.

El eco ya no responde,
en su pecho sin latido,
a los pequeños segundos
con que mi sangre golpea.

Las auroras y las tardes,
con que se alegró mi vida,
tampoco alteran las luces
de su profunda memoria.

Tiempo entero.
Último instante en donde juegan
los siglos de toda la historia humana.
Tiempo, son flores tus números.

Manuel Altolaguirre.

martes, 6 de septiembre de 2016

El elegido.



Un año antes del día, designado era
El mancebo sin tacha, cuyo cuerpo,
Perfecto igual en proporción que en alma,
Mantenían en delicia, y aprendía
A tañer flautas, cortar cañas de humo,
Recoger flores, aspirando su aroma,
Con gracia cortesana a expresarse y moverse.

Estaba luego su jornada exenta
De otro cuidado, e iba, ocioso y libre,
Por la espalda la cabellera oscura,
Ornado de guirnaldas y metales
El cuerpo, como el de un dios ungido,
Y a su paso los otros en honor le tenían
Hasta besar la tierra que pisaba.

Veinte días antes del día, desnuda ahora
La piel de los perfumes, afeites y resinas,
El cabello cortado como aquel de un guerrero,
Las galas ya trocadas por más simple atavío,
Puro en el cuerpo como puro en la mente,
Cuatro doncellas bajo nombres de diosas
Para acceso carnal destinadas le eran.

Cinco días antes del día, las finales
Fiestas le aderezaban, en jardines
De la ciudad, el campo, la colina y el lago,
Por cuyas aguas iba la falúa entoldada,
Con él y sus mujeres, para darle consuelo
Antes de desertarle, y en la ribera opuesta
Quedaba sólo al fin, sin afectos ni bienes.

Sobre cada escalón, en la pirámide del llano,
Cada una de las flautas tañidas por el gozo,
Rotas entre sus dedos, iban cayendo,
Hasta alcanzar el templo de la cima,
A cuyo umbral estaba el sacerdote:
Como una de sus cañas, allí, rota la vida,
Quedaba en su hermosura para siempre.

Luis Cernuda.

lunes, 5 de septiembre de 2016

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...