viernes, 20 de marzo de 2015

Las Islas




Recuerdo que tocamos puerto tras larga travesía,
y dejando el navío y el muelle, por callejas
-entre el polvo mezclados pétalos y escamas-,
llegué a la plaza, donde estaban los bazares.
Era grande el calor, la sombra poca.

Con el pecho desnudo iba, distraído
como si familiares fuesen la villa y sus costumbres,
y miré en un portal al mercader de sedas
que desplegaba una, color de aurora, fría a los ojos,
sintiendo sin tocarla la suavidad escurridiza.
Ante un ciego cantor estuve largo espacio,
único espectador, y parecía cantar para mí solo.
Compré luego a una niña un ramo de jazmines
amarillentos, pero en su olor ajado tuvo alivio
la dejadez extraña que empezaba a aquejarme.

Desanudada la faja en la cintura,
unos muchachos que pasaban, reían,
volviendo la cabeza. 
Acaso me creyeron Ebrio. 
Los ojos de uno de ellos eran como la noche, 
profundos y estrellados.

La humedad de la piel pronto se disipaba
por el aire ardoroso, a cuyo influjo mi pereza crecía. 
Me detuve indeciso, acariciando el cuerpo, 
sintiendo su tibieza lisa, 
como si acariciara un cuerpo ajeno.

Seguí, por parajes nunca vistos,
mas presentidos, igual a quien camina hacia cita amistosa. 
Deponía la tarde su fuerza, cuando al fin quise
buscar reposo ante un umbral cerrado.

Era un barrio tranquilo. Mis párpados pesaban
-acaso dormí mucho-, y al abrirlos de nuevo
ya el sol estaba bajo en el muro de enfrente.
Una presencia ajena pareció despertarme,
porque al volver la cara vi una mujer, y sonreía.

Como si de mi anhelo fuese proyección, respuesta
ante demanda informulada, me miraba, insegura;
aunque yo nada dije, con gesto silencioso,
invitándome adentro, me tomó de la mano.
La seguí, con recelo más débil que el deseo.

La sala estaba oscura -ya caía la tarde-.
Sobre la estera había almohadas, un cestillo
anidando manojos de magnolias mojadas,
de excesiva fragancia. filtró la celosía
unas palabras de la calle: «Le encontraron muerto».

Las pensé referidas a un camarada,
quizá presagio de mi sino. 
Pero ella, atrayéndome a sí, sobre la alfombra
el ropaje tiró, como cuchillo sin la vaina,
fría, dura, flexible, escurridiza.

Mis manos en sus pechos, su cintura
quebrarse pareció al extenderme sobre ella,
y en el silencio circundante, al ritmo
de los cuerpos, oí su brazalete,
queja del ave fabulosa que escapaba.

La oscuridad llenó la sala toda
cuando saciado y satisfecho quise irme.
En la puerta -ella como mi sombra me seguía-,
al cruzar su dintel, sentí que entre mis dedos
quedaba el brazalete, ahora inerte y mudo.

Mucho tiempo ha pasado. 
No aceptara revivir otra vez esta existencia.
Mas no sé qué daría por sólo aquel instante revivirlo. 
Bien sé que apenas tengo con qué tiente al destino, 
ni el destino tentarse dejaría.

Cuando el recuerdo así vuelve sobre sus huellas
-¿no es el recuerdo la impotencia del deseo?-.
Es que a él, como a mí, la vejez vence;
y acaso ya no tengo lo único que tuve:
Deseo, a quien rendida la ocasión le sigue.


Luis Cernuda.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Al ver por donde huyes.






Al ver por donde huyes
dichoso cambiaría
las sendas interiores de tu alma
por la de alegres campos.
Que si tu fuga fuera
sobre verdes caminos
o sobre las espumas
y te vieran mis ojos,
seguirte yo sabría.
No hacia dentro de ti.
donde te internas,
que al querer perseguirte
me doy contra los muros de tu cuerpo.
No hacia dentro de ti,
porque no estemos:
tú, pálida, escondida;
yo, como ante una puerta
ante tu pecho frío.



Manuel Altolaguirre.

martes, 17 de marzo de 2015

Cuerpo de piedra.






Luna de mármol, rígido calor,
noche de estío cuando el perro es mudo,
cuando un velo de esparto ante los ojos
casi acaricia, sueño o plumón leve.

Luna de piedra, manos por el cielo,
manos de piedra rompedoras siempre,
retorcidas a veces con destellos,
manos de lumbre láctea, ya rígidas.

Cuerpo de piedra, senda de cristales,
mudo siempre o doliente con los soles,
cuando perros de lana flotan quietos
por pantanos de seda acariciada.

Yo no sé si la sangre es roja o verde.
Ignoro si la luna vence o ama,
si su lengua acaricia los desvíos,
axilas que palpitan ya de pluma.

Cielo quieto de fango que ahora gira
dulcemente mintiendo un sol activo,
bella túnica amada por lo dura
sobre muslos de piedra avanzadores.

Dulce careta blanca que ladea
su morado celeste ya sin órbita.
Tibia saliva nueva que en los bordes
pide besos azules como moscas.

Soledad, soledad, calvero, mundo,
realidad viva donde el plomo es frío;
no, ya no quema el fuego que en las ingles
aquel remoto mar dejó al marcharse.


Vicente Aleixandre.

lunes, 16 de marzo de 2015

Gesto.




A la brisa, a la abeja, a la hermosa
el rosal puede dedicar la rosa.

Al poeta, al grumete, a la doncella
la noche puede dedicar la estrella.
Si eres tú misma el rosal y las rosas,
la noche de mi verso y sus estrellas,
¿a quién dedicaré este breve cielo,
este arbusto, esta fuente, este desvelo?



Gerardo diego.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...