miércoles, 3 de abril de 2024

El viejo y el Sol.

Había vivido mucho.
Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco,
muchas tardes cuando el sol caía.
Yo pasaba por allí a aquellas horas y me detenía a observarle.
Era viejo y tenía la faz arrugada, apagados, más que tristes, los ojos.
Se apoyaba en el tronco, y el sol se le acercaba primero,
le mordía suavemente los pies y allí se quedaba
unos momentos como acurrucado.
Después ascendía e iba sumergiéndole, anegándole,
tirando suavemente de él, unificándole en su dulce luz.
¡Oh el viejo vivir, el viejo quedar, cómo se desleía!
Toda la quemazón, la historia de la tristeza,
el resto de las arrugas, la miseria de la piel roída,
¡cómo iba lentamente limándose, deshaciéndose!
Como una roca que en el torrente devastador se va dulcemente desmoronando,
rindiéndose a un amor sonorísimo,
así, en aquel silencio, el viejo se iba lentamente anulando, lentamente entregando.
Y yo veía el poderoso sol lentamente morderle con mucho amor y adormirle
para así poco a poco tomarle, para así poquito a poco disolverle en su luz,
como una madre que a su niño suavísimamente en su seno lo reinstalase.

Yo pasaba y lo veía. Pero a veces no veía sino un sutilísimo resto.
Apenas un levísimo encaje del ser.
Lo que quedaba después que el viejo amoroso, el viejo dulce,
había pasado ya a ser la luz y despaciosísimamente era arrastrado en los rayos postreros del sol,
como tantas otras invisibles cosas del mundo. 

 

Vicente Aleixandre.

lunes, 26 de febrero de 2024

 

    Eternidad.



Este jardín donde estoy
siempre estuvo en mí. No existo.
Tanta vida, tal conciencia,
borran mi ser en el tiempo.
Conocer la obra de Dios
es estar con Él.

Manuel Altolaguirre.

martes, 6 de febrero de 2024

   Amarga boca.



No es lo mismo la boca
hecha para besar (toda boca a besar y a morir dispuesta se abre)
y que besó viviente,
que esa otra que no halló nunca un beso
y que guarda su ardor para otro beso último.

La soledad viviente
gastó su fuerza extrema
y apurada se mira en ese rostro, acaso,
más que cansado, fijo,
todo corteza propia.
Aquí viose algún día
el sol, en unos ojos
azules cuando vierte
su amanecer el monte más que rojo;
o cuando más gallardo
el píe pisaba lumbres
recientes o, avanzando,
sonaba ei guijo puro entre las aguas.

La juventud risueña,
el dardo en venas finas,
los pulsos dadivosos,
hacia el confín latían. ¡Ah, cuán ligados
con la fina verdad del mundo a solas!

Todo era cuerpo humano,
besos desde las cimas,
promesas inseguras pero cuán ciertas, luces,
y una palabra todo,
redonda: el universo.

Boca allí dibujada
como contra otra boca.
Juventud conjugada
contra otro mundo idéntico.
Y si el sol presidía, era otro corazón con su luz misma.

Pero el tiempo, el esfuerzo,
las piedras, la montaña,
el crepúsculo estéril,
todo en su curva dulce se hizo bronco,
mondo al fin como el páramo.

Páramo en esta noche,
boca contra otros fríos
cuando el rostro ahora asume
su fin y es su corteza.
Igual que muere el día
hoy nace: el mismo acaba.
Y la mano se extiende
a la luz o a la lluvia,
a la noche continua,
como esa rama sola de un invierno.

Boca que acaso supo
y conoció, o no sabe,
porque no conocer es saber último.    


Vicente Aleixandre.

martes, 30 de enero de 2024

¿De quién me quejo con tan grande extremo.


La desgracia del forzado,
Y del corsario la industria,
La distancia del lugar
Y el favor de la Fortuna,
Que por las bocas del viento
Les daba a soplos ayuda
Contra las cristianas cruces
A las otomanas lunas,
Hicieron que de los ojos
Del forzado a un tiempo huyan
Dulce patria, amigas velas,
Esperanzas y ventura.
Vuelve, pues, los ojos tristes
A ver cómo el mar le hurta
Las torres, y le da nubes,
Las velas, y le da espumas.
Y viendo más aplacada
En el cómitre la furia,
Vertiendo lágrimas, dice,
Tan amargas como muchas:

¿De quién me quejo con tan grande extremo,
Si ayudo yo a mi daño con mi remo?

«Ya no esperen ver mis ojos,
Pues ahora no lo vieron,
Sin este remo las manos,
Y los pies sin estos hierros,
Que en esta desgracia mía
Fortuna me ha descubierto
Que cuantos fueron mis años
Tantos serán mis tormentos.

¿De quién me quejo con tan grande extremo,
Si ayudo yo a mi daño con mi remo?

Velas de la Religión,
Enfrenad vuestro denuedo,
Que mal podréis alcanzarnos
Pues tratáis de mi remedio.
El enemigo se os va,
Y favorécele el tiempo
Por su libertad no tanto
Cuanto por mi captiverio.

¿De quién me quejo con tan grande extremo,
Si ayudo yo a mi daño con mi remo?

Quedáos en aquesa playa,
De mis pensamientos puerto;
Quejáos de mi desventura
Y no echéis la culpa al viento.
Y tú, mi dulce suspiro,
Rompe los aires ardiendo,
Visita a mi esposa bella,
Y en el mar de Argel te espero.»

¿De quién me quejo con tan grande extremo,
Si ayudo yo a mi daño con mi remo?


Luis de Góngora y Argote.

miércoles, 24 de enero de 2024


Sueño.



¡A los remos, remadores!
-Gil Vicente-


Noche.
Verde caracol, la luna.
Sobre todas las terrazas,
blancas doncellas desnudas.
¡Remadores, a remar!
De la tierra emerge el globo
que ha de morir en el mar.

Alba.
Dormíos, blancas doncellas,
hasta que el globo no caiga
en brazos de la marea.
¡Remadores, a remar,
hasta que el globo no duerma
entre los senos del mar!



Rafael Alberti.


jueves, 4 de enero de 2024

 La victoria nueva.

Ésta es la nueva escultura:

Pedestal, la tierra dura.
Ámbito, los cielos frágiles.

El viento, la forma pura.
Y el sueño, los paños ágiles.



Dámaso Alonso.

viernes, 24 de noviembre de 2023

 

Destino de la carne.


No, no es eso. No miro
del otro lado del horizonte un cielo.
No contemplo unos ojos tranquilos, poderosos,
que aquietan a las aguas feroces que aquí braman.
No miro esa cascada de luces que descienden
de una boca hasta un pecho, hasta unas manos blandas,
finitas, que a este mundo contienen, atesoran.

Por todas partes veo cuerpos desnudos, fieles
al cansancio del mundo. Carne fugaz que acaso
nació para ser chispa de luz, para abrasarse
de amor y ser la nada sin memoria, la hermosa
redondez de la luz.
Y que aquí está, aquí está, marchitamente eterna,
sucesiva, constante, siempre, siempre cansada.

Es inútil que un viento remoto, con forma vegetal, o una lengua,
lama despacio y largo su volumen, lo afile,
lo pula, lo acaricie, lo exalte.
Cuerpos humanos, rocas cansadas, grises bultos
que a la orilla del mar conciencia siempre
tenéis de que la vida no acaba, no, heredándose.
Cuerpos que mañana repetidos, infinitos, rodáis
como una espuma lenta, desengañada, siempre.

¡Siempre carne del hombre, sin luz! Siempre rodados
desde allá, de un océano sin origen que envía
ondas, ondas, espumas, cuerpos cansados, bordes
de un mar que no se acaba y que siempre jadea en sus orillas.

Todos, multiplicados, repetidos, sucesivos, amontonáis la carne,
la vida, sin esperanza, monótonamente iguales bajo los cielos hoscos
que impasibles se heredan.
Sobre ese mar de cuerpos que aquí vierten sin tregua, que aquí rompen
redondamente y quedan mortales en las playas,
no se ve, no, ese rápido esquife, ágil velero
que con quilla de acero, rasgue, sesgue,
abra sangre de luz y raudo escape
hacia el hondo horizonte, hacia el origen
último de la vida, al confín del océano eterno
que humanos desparrama
sus grises cuerpos. Hacia la luz, hacia esa escala ascendente de brillos
que de un pecho benigno hacia una boca sube,
hacia unos ojos grandes, totales que contemplan,
hacia unas manos mudas, finitas, que aprisionan,
donde cansados siempre, vitales, aún nacemos.

Vicente Aleixandre.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...