viernes, 13 de enero de 2017

Orillas de tu vientre.




¿Qué exaltaré en la tierra que no sea algo tuyo?
A mi lecho de ausente me echo como a una cruz
de solitarias lunas del deseo, y exalto
            la orilla de tu vientre.

Clavellina del valle que provocan tus piernas.
Granada que has rasgado de plenitud su boca.
Trémula zarzamora suavemente dentada
            donde vivo arrojado.

Arrojado y fugaz como el pez generoso,
ansioso de que el agua, la lenta acción del agua
lo devaste: sepulte su decisión eléctrica
            de fértiles relámpagos.

Aún me estremece el choque primero de los dos;
cuando hicimos pedazos la luna a dentelladas,
impulsamos las sábanas a un abril de amapolas,
            nos inspiraba el mar.

Soto que atrae, umbría de vello casi en llamas,
dentellada tenaz que siento en lo más hondo,
vertiginoso abismo que me recoge, loco
            de la lúcida muerte.

Túnel por el que a ciegas me aferro a tus entrañas.
Recóndito lucero tras una madreselva
hacia donde la espuma se agolpa, arrebatada
            del íntimo destino.

En ti tiene el oasis su más ansiado huerto:
el clavel y el jazmín se entrelazan, se ahogan.
De ti son tantos siglos de muerte, de locura
            como te han sucedido.

Corazón de la tierra, centro del universo,
todo se atorbellina, con afán de satélite
en torno a ti, pupila del sol que te entreabres
            en la flor del manzano.

Ventana que da al mar, a una diáfana muerte
cada vez más profunda, más azul y anchurosa.
Su hálito de infinito propaga los espacios
            entre tú y yo y el fuego.

Trágame, leve hoyo donde avanzo y me entierro.
La losa que me cubra sea tu vientre leve,
la madera tu carne, la bóveda tu ombligo,
            la eternidad la orilla.

En ti me precipito como en la inmensidad
de un mediodía claro de sangre submarina,
mientras el delirante hoyo se hunde en el mar,
            y el clamor se hace hombre.

Por ti logro en tu centro la libertad del astro.
En ti nos acoplamos como dos eslabones,
tú poseedora y yo. Y así somos cadena:
            mortalmente abrazados.



Miguel Hernández.

jueves, 12 de enero de 2017

Soledades de la obra.



“Voy a hacer”. (¡Qué mío es
lo que voy a hacer!)
“Estoy haciendo” (¡Qué mío!)
“Ya está hecho. Míralo”.
¡Cuidado!
El hacer, enajenar,
quedarse solo, de hacer.
Salta, vuela, ya no es tuyo.
Solo.
Solo sin lo mío hecho.
Solo de lo mío, de eso
que hice yo, que me inventé
para no estar solo.
Forma de mis soledades,
yo me la estaba labrando.
Escapada.

La hice con ansias, con alas
de ansias. Se va
detrás de otras ansias, suyas,
poblando los cielos, suyos.
Y entre todo lo que hice,
mío, ya ajeno, ya lejos,
qué solo estaría hoy
sin eso, enorme, infinito,
de nadie, que me acompaña:
lo que aún está por hacer,
lo que yo podría hacer.

¡Y mientras lo hiciera, mío!

Pedro Salinas.

miércoles, 11 de enero de 2017

El héroe.



Se destacó mostrando
la prisión de su vida.
Barros rotos dejaban
en libertad su luz,
pero en la grieta honda
el fuego encarcelado
calor daba a sus ojos
y ardores a su espada.

¡Qué círculos de miedo
cercaban su osadía!
Su caballo pisaba
los despojos mortales
y surcaban su frente
una turba de espíritus.

Su panorama era
una ciudad de cárceles
abatiendo sus muros
y una prisa de fuegos,
flamante, esclarecida.
Llamaba en el crepúsculo
para entrar en el cielo.

Al encontrarse aislado
entre aquellas ruinas,
era el solo edificio
no abatido. Su alma
se asomaba a las claras
y lucientes heridas,
con envidia mirando
los derribados cuerpos.

Y su edificio vivo,
su prisión pensativa,
victoriosa y sangrante,
orgullosa, se erguía.

En aquella morada
un quejido apagado,
una oculta miseria,
un temblor sin motivo.

El moribundo alzaba
suplicante los ojos.
La pobre llama viva
se resistía a salir.

Revestido de fiebre,
de ardor, de valentía,
sobresaliendo en él
el aura del espíritu,
con destellos de arcángel
buscaba al enemigo.

La paz de la llanura
y el sol le entristecían.
Quería una vida nueva
y no seguir soñando
junto a montes y ríos,
frente al mar insondable.

Las luces ya se iban,
la oscuridad quedaba
igualando en negruras
los objetos del mundo.
Y su materia fúnebre,
invisible en la noche,
quedó deshabitada,
más tarde destruida,
floreciendo en los árboles,
navegando en los ríos.

Manuel Altolaguirre.

martes, 10 de enero de 2017

Reposo.



Una tristeza del tamaño de un pájaro.
Un aro limpio, una oquedad, un siglo.
Este pasar despacio sin sonido,
esperando el gemido de lo oscuro.
Oh tú, mármol de carne soberana.
Resplandor que traspasas los encantos,
partiendo en dos la piedra derribada.
Oh sangre, oh sangre, oh ese reloj que pulsa
los cardos cuando crecen, cuando arañan
las gargantas partidas por el beso.
Oh esa luz sin espinas que acaricia
la postrer ignorancia que es la muerte.


Vicente Aleixandre.

lunes, 9 de enero de 2017

Variación IV Por alegrías.



¡Cuántas, cuántas tiene el mar,
cuántas alegrías!

Seres de luz, sobre el agua,
bailan, en puntillas.

¡Qué bien acaban las ondas:
mueren bailarinas!

En las azules tramoyas
fiestas se perfilan.

Ni olas, ni reflejos son
todo lo que brilla.

Ni espumas son las que juegan,
ya desvanecidas.

Es la comedia que el gozo
monta cada día.

La constancia en lo feliz.
Sí, las que se obstinan

felicidades, en ser.
¡Tesón, en la dicha!

Las alegrías, al mar,
nunca se le quitan.

Entonces, ¿por qué estoy yo
con mano en mejilla?

¿Suyas, mías, qué más da,
si están a la vista,

al aire, al sol, refulgiendo
sus cuerpos de ondina?

¿Si todos los gozos suyos,
todos, me los brinda,

como la vida, a diario,
me ofrece mi vida,

con sólo aceptar la luz
que otra aurora envía?

Alegrías que me falten,
él me las fabrica.

Desde sus lejos profundos
a mí se encaminan.

Y aquí en los ojos, las suyas
se vuelven las mías.


Pedro Salinas.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...