miércoles, 26 de abril de 2023

 Hijos de los campos.



Vosotros los que consumís vuestras horas
en el trabajo gozoso y amor tranquilo pedís al mundo,
día a día gastáis vuestras fuerzas, y la noche benévola
os vela nutricia y en el alba otra vez brotáis enteros.

Verdes fértiles. Hijos vuestros, menudas sombras humanas: cadenas
que desde vuestra limitada existencia arrojáis
-acaso puros y desnudos en el borde de un monte invisible- al mañana.
¡Oh ignorantes, sabios del vivir, que como hijos del sol pobláis el día!

Musculares, vegetales, pesados como el roble, tenaces
como el arado que vuestra mano conduce,
arañáis a la tierra, no cruel, amorosa, que allí en su delicada piel os sustenta.
Y en vuestra frente tenéis la huella intensa y cruda del beso diario
del sol, que día a día os madura, hasta haceros oscuros y dulces
como la tierra misma, en la que, ya colmados, una noche
uniforme vuestro cuerpo tendéis.

Yo os veo como la verdad más profunda,
modestos y únicos habitantes del mundo,
última expresión de noble corteza,
por la que todavía la tierra puede hablar con palabras.

Contra el monte que un lujo primaveral hoy lanza,
cubriéndose de temporal alegría,
destaca el ocre áspero de vuestro cuerpo cierto,
oh permanentes hijos de la tierra crasa,
donde lentos os movéis, seguros como la roca misma de la gleba.

Dejad que, también, un hijo de la espuma que bate el tranquilo espesor del mundo firme,
pase por vuestro lado, ligero como ese río
que nace de la nieve instantánea y va a morir al mar,
al mar perpetuo, padre de vida, muerte sola
que esta espumeante voz sin figura cierta espera.

¡Oh destino sagrado! Acaso todavía
el río atraviese ciudades solas,
o ciudades pobladas. Aldeas laboriosas,
o vacíos fantasmas de habitaciones muertas:
tierra, tierra por siempre.

Pero vosotros sois, continuos,
esa certeza única de unos ojos fugaces.


Vicente Aleixandre.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...