Basta, tristeza, basta, basta, basta.
No pienses más en esos ojos que te duelen,
en esa frente pura encerrada en sus muros,
en ese pelo rubio, que una noche ondulara.
¡Una noche!
Una vida, todo un pesar,
todo un amor, toda una dulce sangre.
Toda una luz que bebí de unas venas,
en medio de la noche y en los días radiantes.
Te amé... No sé.
No sé qué es el amor.
Te padecí gloriosamente como a la sangre misma,
como el doloroso martillo que hace vivir y mata.
Sentí diariamente que la vida es la muerte.
Supe lo que es amar porque morí a diario.
Pero no morí nunca. No se muere. Se muere...
Se muere sobre un aire, sobre un hombro no amante.
Sobre una tierra indiferente para los mismos besos.
Eras tan tierna; eras allí, remotamente, hace mucho,
eras tan dulce como el viento en las hojas,
como un montón de rosas para los labios fijos.
Después, un rayo vengativo, no sé qué destino enigmático,
qué luz maldita de un cielo de tormenta,
descargó su morado relámpago sobre tu frente pura,
sobre tus ojos dulces,
sobre aquellos labios tempranos.
Y tus ojos de fósforo lucieron sin espera,
lucieron sobre un monte pelado sin amores,
y se encendieron rojos para siempre en la aurora,
cielo que me cubriera tan bajo como el odio.
¿Quién eres tú? ¿Qué rostro es ese, qué dureza diamantina?
¿Qué mármol enrojecido por la tormenta
que los besos no aplacan, ni la dulce memoria?
Beso tu bulto, pétrea rosa sin sangre.
Tu pecho silencioso donde resbala el agua.
Tu rostro donde nunca brilla la luz azul,
aquella senda pura de las blandas miradas.
Beso tus manos que no vuelan a labios.
Beso su gotear de un cielo entristecido.
Pero quizá no beso sino mis puras lágrimas.
Esta piedra que estrecho como se estrecha un ave,
ave inmensa de pluma donde en terrar un rostro,
no es un ave, es la roca, es la dura montaña,
cuerpo humano sin vida a quien pido la muerte.
Vicente Aleixandre.
martes, 14 de enero de 2020
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