viernes, 14 de octubre de 2016

Tus palabras.



Apoyada en mi hombro
eres mi ala derecha.
Como si desplegaras
tus suaves plumas negras,
tus palabras a un cielo
blanquísimo me elevan.

Exaltación. Silencio.
Sentado estoy a mi mesa,
sangrándome la espalda,
doliéndome tu ausencia.


Manuel Altolaguirre.

jueves, 13 de octubre de 2016

Sin luz.



El pez espada, cuyo cansancio
se atribuye ante todo a la imposibilidad de horadar a la sombra, de sentir en su carne la frialdad del fondo de los mares donde el negror no ama, donde faltan aquellas frescas aigas amarillas que el sol dora en las primeras aguas.

La tristeza gemebunda de ese inmóvil pez espada cuyo ojo no gira,
cuya fijeza quieta lastima su pupila,
cuya lágrima resbala entre las aguas mismas
sin que en ellas se note su amarillo tristísimo.

El fondo de ese mar donde el inmóvil pez respira con sus branquias un barro, ese agua como un aire, ese polvillo fino
que se alborota mintiendo la fantasía de un sueño,
que se aplaca monótono cubriendo el lecho quieto
donde gravita el monte altísimo, cuyas crestas se agitan
como penacho -sí- de un sueño oscuro.

Arriba las espumas, cabelleras difusas,
ignoran los profundos pies de fango,
esa imposibilidad de desarraigarse del abismo,
de alzarse con unas alas verdes sobre lo seco abisal
y escaparse ligero sin miedo al sol ardiente.

Las blancas cabelleras, las juveniles dichas,
pugnan hirvientes, pobladas por los peces
-por la creciente vida que ahora empieza-,
por elevar su voz al aire joven,
donde un sol fulgurante
hace plata el amor y oro los abrazos, las pieles conjugadas,
ese unirse los pechos como las fortalezas que se aplacan fundiéndose.

Pero el fondo palpita como un solo pez abandonado.
De nada sirve que una frente gozosa
se incruste en el azul como un sol que se da,
como amor que visita a humanas criaturas.

De nada sirve que un mar inmenso entero
sienta sus peces entre espumas
como si fueran pájaros.
El calor que le roba el quieto fondo opaco,
la base inconmovible de la milenaria columna
que aplasta un ala de ruiseñor ahogado,
un pico que cantaba la evasión del amor,
gozoso entre unas plumas templadas a un sol nuevo.

Ese profundo obscuro donde no existe el llanto,
donde un ojo no gira en su cuévano seco,
pez espada que no puede horadar a la sombra,
donde aplacado el limo no imita un sueño agotado.


Vicente Aleixandre.

martes, 11 de octubre de 2016

Después de la muerte.



La realidad que vive
en el fondo de un beso dormido,
donde las mariposas no se atreven a volar
por no mover el aire tan quieto como el amor.

Esa feliz transparencia
donde respirar no es sentir un cristal en la boca,
no es respirar un bloque que no participa,
no es mover el pecho en el vacío
mientras la cara cárdena se dobla como la flor.

No.
La realidad vivida
bate unas alas inmensas,
pero lejos —no impidiendo el blando vaivén de las flores en que me muevo,
ni el transcurso de los gentiles pájaros
que un momento se detienen en mi hombro por si acaso...

El mar entero, lejos, único,
encerrado en un cuarto,
asoma unas largas lenguas por una ventana donde el cristal lo impide,
donde las espumas furiosas amontonan sus rostros
pegados contra el vidrio sin que nada se oiga.

El mar o una serpiente,
el mar o ese ladrón que roba los pechos,
el mar donde mi cuerpo
estuvo en vida a merced de las ondas.

La realidad que vivo,
la dichosa transparencia en que nunca al aire lo llamaré unas manos,
en que nunca a los montes llamaré besos
ni a las aguas del río doncella que se me escapa.
La realidad donde el bosque no puede confundirse
con ese tremendo pelo con que la ira se encrespa,
ni el rayo clamoroso es la voz que me llama
cuando oculto mi rostro entre las manos- una roca a la vista del águila puede ser una roca.
La realidad que vivo,
dichosa transparencia feliz en la que el sonido de una túnica,
de un ángel o de ese eólico sollozo de la carne,
llega como lluvia lavada,
como esa planta siempre verde,
como tierra que, no calcinada, fresca y olorosa,
puede sustentar unos pies que no agravan.

Todo pasa.
La realidad transcurre
como un pájaro alegre.
Me lleva entre sus alas
como pluma ligera.
Me arrebata a la sombra, a la luz, al divino contagio.
Me hace pluma ilusoria
que cuando pasa ignora el mar que al fin ha podido:
esas aguas espesas que como labios negros ya borran lo distinto.

Vicente Aleixandre.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...