martes, 7 de noviembre de 2017

Plenitud.



Una tarde de otoño caída del occidente
exactamente como la misma primavera.

Una sonrisa caliente de la nuca
que se vuelve y difícilmente nos complace.
Una nube redonda como lágrima
que abreviase su existencia
simplemente como el error:
todo lo que es un paño ante los ojos,
suavemente transcurre
en medio de una música indefinible,
nacida en el rincón donde las palabras no se tocan,
donde el sonido no puede acariciarse
por más que nuestros pechos se prolonguen,
por más que flotantes sobre su eco
olvidemos el peso del corazón sobre una sombra.

Alíviame.
La barca sosegada,
el transcurrir de un día o superficie,
ese resbalamiento justo de dos dimensiones,
tiene la misma sensación de un nombre,
de un sollozo doblado en tres o muerto,
cuidadosamente embalado.

Bajo cintas o arrugas,
bajo papeles color de vino añejo,
bajo láminas de esmeralda de las que no sale ya música,
la huella de una lágrima, de un dedo, de un marfil o de un beso
se ha ido levemente apagando,
creciendo con los años,
muriendo con los años,
lo mismo que un adiós,
lo mismo que un pañuelo blanco que de pronto se queda quieto.

Si repasamos suavemente la memoria,
si desechando vanos ruidos o inclemencias o estrépito,
o nauseabundo pájaro de barro contagiable,
nos echamos sobre el silencio como palos adormecidos,
como ramas en un descanso olvidadas del verde,
notaremos que el vacío no es tal, sino él, sino nosotros,
sino lo entero o todo, sino lo único.
Todo, todo, amor mío, es verdad, es ya ello.
Todo es sangre o amor o latido o existencia,
todo soy yo que siento cómo el mundo se calla
y cómo así me duelen el sollozo o la tierra.


Vicente Aleixandre.

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