Comencé a
cantar entre dientes
por
obedecer en la
oscuridad absoluta
que no
había hasta entonces conocido,
la vieja
canción del agua todavía no nacida,
confundida con el gemido de la que nace;
el gemido de la madre que da a luz una y otra vez
para acabar de nacer ella misma,
entremezclado con el vagido de lo que nace, la vida
parturiente.
Me sentí acunada por este lloro
que era
también canto tan de
lejos y en mí,
Porque
nunca nada era mío del todo.
¿No tendría yo dueño tampoco?
La música no tiene dueño,
pues los
que van a ella no la poseen nunca.
Han sido por ella primero poseídos, después
iniciados.
Yo no sabía que una persona pudiera ser así, al modo
de la música,
que posee porque penetra mientras se desprende de su fuente,
también
en una herida.
Se abre la música sólo en algunos lugares inesperadamente,
cuando errante el alma sola,
se siente
desfallecer sin dueño.
En esta soledad nadie aparece,
nadie
aparecía cuando me asenté en mi soledad última;
el amado sin nombre siquiera.
Alguien me había enamorado allá en la noche, en una
noche sola,
en una única noche hasta el alba.
Nunca más apareció.
Ya nadie más pudo encontrarme.
María Zambrano.