viernes, 7 de junio de 2019
Muerte en el paraíso.
¿Era acaso a mis ojos el clamor de la selva,
selva de amor resonando en los fuegos
del crepúsculo lo que a mí se dolía
con su voz casi humana?
¡Ah, no! ¿Qué pecho desnudo,
qué tibia carne casi celeste,
qué luz herida por la sangre emitía
su cristalino arrullo de una boca entreabierta,
trémula todavía de un gran beso intocado?
Un suave resplandor entre las ramas latía
como perdiendo luz, y sus dulces quejidos
tenuamente surtían de un pecho transparente.
¿Qué leve forma agotada, qué ardido calor humano
me dio su turbia confusión de colores
para mis ojos, en un postumo resplandor intangible,
gema de luz perdiendo sus palabras de dicha?
Inclinado sobre aquel cuerpo desnudo,
sin osar adorar con mi boca su esencia,
cerré mis ojos deslumbrados por un ocaso de sangre,
de luz, de amor, de soledad, de fuego.
Rendidamente tenté su frente de mármol
coloreado, como un cielo extinguiéndose.
Apliqué mis dedos sobre sus ojos abatidos
y aún acerqué a su rostro mi boca, porque acaso
de unos labios brillantes aún otra luz bebiese.
Solo un sueño de vida sentí contra los labios
ya ponientes, un sueño de luz crepitante,
un amor que, aún caliente,
en mi boca abrasaba mi sed, sin darme vida.
Bebí, chupé, clamé. Un pecho exhausto,
quieto cofre de sol, desvariaba
interiormente solo de resplandores dulces.
Y puesto mi pecho sobre el suyo, grité, llamé, deliré,
agité mi cuerpo, estrechando en mi seno solo un cielo estrellado.
¡Oh dura noche fría! El cuerpo de mi amante,
tendido, parpadeaba, titilaba en mis brazos
Avaramente contra mí ceñido todo,
sentí la gran bóveda oscura de su forma luciente,
y si besé su muerto azul, su esquivo amor,
sentí su cabeza estrellada sobre mi hombro aún fulgir
y darme su reciente, encendida soledad de la noche.
Vicente Aleixandre.
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