viernes, 14 de junio de 2019
Comemos sombra.
Todo tú, fuerza desconocida que jamás te explicas.
Fuerza que a veces tentamos por un cabo del amor.
Allí tocamos un nudo. Tanto así es tentar un cuerpo,
un alma, y rodearla y decir: -Aquí está-.
Y repasamos despaciosamente, morosamente,
complacidamente, los accidentes de una verdad
que únicamente por ellos se nos denuncia.
Y aquí está la cabeza, y aquí el pecho,
y aquí el talle y su huida, y el engolfamiento repentino
y la fuga, las dos largas piernas dulces
que parecen infinitamente fluir, acabarse.
Y estrechamos un momento el bulto vivo.
Y hemos reconocido entonces la verdad en nuestros brazos,
el cuerpo querido, el alma escuchada,
el alma avariciosamente aspirada.
¿Dónde la fuerza entonces del amor?
¿Dónde la réplica que nos diese un Dios respondiente,
un Dios que no se nos negase y que no se limitase a arrojarnos un cuerpo,
un alma que por él nos acallase?
Lo mismo que un perro con el mendrugo en la boca calla y se obstina,
así nosotros, encarnizados con el duro resplandor, absorbidos,
estrechamos aquello que una mano arrojara.
Pero ¿dónde tú, mano sola que haría
el don supremo de suavidad con tu piel infinita,
con tu sola verdad, única caricia que, en el jadeo, sin términos nos callase?
Alzamos unos ojos casi moribundos.
Mendrugos, panes, azotes, cólera, vida, muerte:
todo lo derramas como una compasión que nos dieras,
como una sombra que nos lanzaras, y entre los dientes nos brilla
un eco de un resplandor, el eco de un eco del resplandor, y comemos.
Comemos sombra, y devoramos el sueño o su sombra, y callamos.
Y hasta admiramos: cantamos.
El amor es su nombre.
Pero luego los grandes ojos húmedos se levantan.
La mano no está. Ni el roce de una veste se escucha.
Solo el largo gemido, o el silencio apresado.
El silencio que solo nos acompaña
cuando, en los dientes la sombra desvanecida,
famélicamente de nuevo echamos a andar.
Vicente Aleixandre.
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