viernes, 26 de abril de 2019

Cántico amante para después de mi muerte.


Oh diosa, ligera eras tú, como un cuerpo desnudo
que levantado en medio de un bosque brilla a solas.
Desnuda como una piedra dulce para el beso.
Asaeteada por el sol, esbelta en tu baño de luz
que hierve de tu belleza,
iluminabas en redondo los laureles, los arces,
los juveniles robles, los álamos ofrecidos,
sus lianas amantes y ese rumor de hojas doradas
que bajo tu inmóvil pie crujían como un beso continuo.

Ah, cuán poco duraste, tú eterna,
para mis ojos pasajeros.
Yo un hombre, yo sólo un hombre que atravesó por mi existencia habitadora de mi cuerpo,
espíritu rapidísimo que cobró forma en el mundo,
mientras tú perdurabas esbelta,
poderosa en tu delicada figura casi de piedra,
de carne vivacísima habitadora de los fulgores últimos.
Porque yo te vi alta y juvenil refulgir en el bosque,
con fuego por tus venas, llameando como un sol
para la selva ofrecida.

Pero tú no quemabas.
Toda la lumbre del mundo por tus venas bajaba
y pasaba delgada como una lengua única
por el estrecho cauce de tu cintura fulgurante,
mientras los pájaros encendidos desliaban sus lenguas
y las fieras hermosas a tus pies se tendían
y un palio celeste de aves resplandecientes
daba aplauso de vuelos como una selva elevándose.

¡Ah, cuerpo desnudo, diosa justa, cifra de mi minuto,
cuerpo de amor que besé solo un día,
vida entera de amor que acabó porque he muerto,
mientras tú resplandeces inmarchita a los hombres!

Vicente Aleixandre.

El viejo y el Sol. Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía. Yo p...