martes, 10 de abril de 2018

Dolor.



Hacia la madrugada
me despertó de un sueño dulce
un súbito dolor, un estilete
en el tercer espacio intercostal derecho.

Fino, fino, iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos,
durísimos y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas, como un sauce juvenil
bajo el viento, ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana primaveral.

Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño,
como un sutil dibujo, como un sauce temblón,
todo delgada tracería, largas ramas eléctricas,
que entrechocaban con descargas breves,
entrelazándose, disgregándose,
para fundirse en nódulos o abrirse en abanico.

¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego, crecer aún, aún, ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.

Y fue como un incendio,
como si mis huesos ardieran,
como si la médula de mis huesos chorreara fundida,
como si mi conciencia se estuviera abrasando,
y abrasándose, aniquilándose, aún incesantemente
se repusiera su materia combustible.

Fuera, había formas no ardientes, lentas y sigilosas,
frías: minutos, siglos, eras: el tiempo.
Nada más: el tiempo frío,
y junto a él un incendio universal, inextinguible.

Y rodaba, rodaba el frío tiempo,
el impiadoso tiempo sin cesar,
mientras ardía con virutas de llamas,
con largas serpientes de azufre,
con terribles silbidos y crujidos,
siempre, mi gran hoguera.
Ah, mi conciencia ardía en frenesí,
ardía en la noche, soltando un río líquido y metálico de fuego,
como los altos hornos que no se apagan nunca,
nacidos para arder, para arder siempre.


Dámaso Alonso.

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