martes, 22 de julio de 2014
Nombre.
Mía eres.
Pero otro es aparentemente tu dueño.
Por eso, cuando digo tu nombre
algo oculto se agita en mi alma.
Tu nombre suave, apenas pasado delicadamente por mi labio.
Pasa, se detiene, en el borde un instante se queda
y luego vuela ligero, ¿quién lo creyera?, hecho puro sonido.
Me duele tu nombre como tu misma
dolorosa carne en mis labios.
No sé si él emerge de mi pecho.
Allí estaba dormido, celeste, acaso luminoso.
Recorría mi sangre su sabido dominio,
pero llegaba un instante en que pasada
por la secreta yema donde tú residías,
secreto nombre, nunca sabido, por nadie aprendido,
doradamente quieto, cubierto sólo, sin ruido, por mi leve sangre.
Ella luego te traía a mis labios.
Mi sangre pasaba con su luz todavía por mi boca.
Y yo entonces estaba hablando con alguien,
y arribaba el momento en que tu nombre con mi sangre pasaba por mi labio.
Un instante mi labio por virtud de su sangre sabía
a ti, y se ponía dorado, luminoso: brillaba de tu sabor sin que nadie lo viera.
Oh, cuán dulce era callar entonces, un momento.
Tu nombre, ¿decirlo?, ¿Dejarlo que brillara, secreto, revelado a los otros?
Oh, callarlo, más secretamente que nunca, tenerlo en la boca, sentirlo
continuo, dulce, lento, sensible sobre la lengua,
y luego cerrando los ojos, dejarlo pasar al pecho
de nuevo, en su paz querida, en la visita callada
que se alberga, se aposenta y delicadamente se efunde.
Hoy tu nombre está aquí.
No decirlo, no decirlo jamás, como un beso que nadie daría,
como nadie daría los labios a otro amor sino al suyo.
Vicente Aleixandre.
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