miércoles, 3 de abril de 2019
Emilia.
La adelantada fuiste tú en la tierra
a sonreír desde la cuna,
tú, nuestra adelantada hoy en el cielo,
rica de primogenitura.
Si la primera entre los diez hermanos
fuiste en la cuna y en la tumba,
más crecida entre todos, nos preparas
en nueva casa nueva cuna.
Hoy es 15 de agosto y es el día
en que María el cielo surca;
que Ella te diga que en ti espero y pienso,
tú, su azucena en las alturas.
Yo era un niño de meses, tú una infanta,
virgen de musas y de músicas.
Entre tus brazos de soñada madre
tú me estrechabas con ternura.
Durante trece meses que mi lengua,
pétalo apenas que se curva,
no supo articular la santa sílaba
que leche y madre clama y busca,
fuimos tú y yo de padre y madre hermanos
-nuestra mudez, madre profunda-
y al pensar que ya pronto me perdías,
más me robabas cada luna.
Tú chapuzabas en mis ojos nuevos
tus ojos fijos de preguntas
y hablaban con las mías tus pupilas
voces de arroyo que susurra.
Al jugar tu recelo y mi inocencia,
mi transparencia con tu angustia,
sentías derramarse en tus entrañas
mil cataratas de clausura.
El mundo para ti se te abreviaba
entre mantillas y entre espumas;
mis puños sonrosados que esgrimía
eran tus flores, sólo tuyas.
¿Cómo de aquellas pláticas sublimes
la clave hallar que las traduzca,
de aquellas letanías de amor puro,
de amor que lleva a la locura?
El padre y los hermanos nos miraban
y se asomaban a la cuna,
al umbral del misterio doloroso
de aquella sima taciturna.
¿Acaso ya sabías, dulce hermana,
dulce doncella sordomuda,
que Dios que te selló boca y oídos
para embriagarte de su música,
desataría un día mi trabada
lengua discípula y adulta?
¿Sabías ya que yo iba a ser poeta?
¿No eres tú, Emilia, quien me apunta?
Gerardo Diego.
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