miércoles, 23 de enero de 2019

Hacia el amor sin destino.


Siento el silencio como esa piedra blanca que resbala
sobre el corazón de las madres,
y no tengo fuerzas más que para perdonaros
a todos el mal que me habéis hecho, sin ignorarlo,
con la forma de vuestra sombra cuando pasabais.
Sois todos tan claros, transparentes como la yedra,
 y yo puedo uno a uno prescindir de mis sentimientos,
que no me hacen ya cosquillas con ese cono doloroso
que me he quitado de los ojos.
La avispa dulce, la sin igual dulzura
que apagaba la luz bajo la carne
cuando daba la sensación del dolor dispensando la muerte,
ese minuto tránsito que consiste en firmar con agua sobre una cuartilla,
blanca, aprovechando el instante en que el corazón retrocede.
Es tarde para pensarlo.
Siempre esta sensación de tardanza
ha dado lugar a que creciese una rosa sobre un hombro,
a que un labio volase sin oírse,
a que tu realidad viva se desvaneciese como un aire que se eleva.
La caduca forma del papel sobre el que se apoya tiernamente la mejilla no engaña,
suspira y no responde, oculta la armazón de sus huesos,
la instantánea mariposa de níquel que late bajo su superficie encerada.
No me preguntes más. Descansa.
Evoca la salvación de las manos, ese esmerado vuelo
en que la arribada está prevista a unos montes de terciopelo,
donde los ojos podrán al cabo presenciar un paisaje caliente,
una sueve transición que consiste en musitar un nombre
en el oído mientras se olvida que el cielo es siempre el mismo.
Duerme, muchacha. Aguza la calidad de tus uñas,
mientras se embota la sensibilidad de tu pecho distraído
en convertirse en una bahía limitada,
en una respiración con fronteras a la que no le ha de sorprender la luna nueva.
Tienes un rostro abandonado. Esa laxitud no es la de tus miembros.
Esa quietud que proclama con su signo la vigencia del día
es una pura mentira que se evade,
que no puede irse y que acaba convirtiéndose en vegetal.
No permanezcas, crece pronto. No me mientas una lágrima de mercurio
que horade la tierra y se estanque, que no acierte a buscar la raíz
y se contente con los labios, con esa dolorosa saliva que resbala
 y que me está quemando mis manos con su historia,
con su brillo de cara reinventada para morir en el arroyo que ignoro entre las ingles.


Vicente Aleixandre.

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