lunes, 3 de septiembre de 2018

Mar. Mar y noche.


El mar bituminoso aplasta sombras
contra sí mismo. Oquedades de azules
profundos quedan quietas al arco de las ondas.
Voluta ancha de acero quedaría
de súbito forjada si el instante
siguiente no derribase la alta fábrica.
Tumultos, cataclismos de volúmenes
irrumpen de lo alto a la ancha base,
que se deshace ronca, tragadora de sí
y del tiempo, contra el aire mural, torpe al empuje.
Bajo cielos altísimos y negros muge -clamor-
la honda boca, y pide noche.
Boca -mar- toda ella, pide noche;
noche extensa, bien prieta y grande,
para sus fauces hórridas, y enseña
todos sus blancos dientes de espuma.
Una pirámide linguada
de masa torva y fría se alza, pide,
se hunde luego en la cóncava garganta
y tiembla abajo, presta otra
vez a levantarse, voraz de la alta noche
que rueda por los cielos
-redonda, pura, oscura, ajena-
dulce en la serenidad del espacio.

Se debaten las fuerzas inútiles abajo.
Torso y miembros. Las duras
contracciones enseñan músculos emergidos,
redondos bultos, álgidos despidos.
Parece atado al hondo abismo el mar,
en cruz, mirando al cielo alto, por desasirse,
violento, rugiente, clavado al lecho negro.

Mientras la noche rueda
en paz, graciosa, bella,
en ligado desliz, sin rayar nada
el espacio, capaz de órbita y comba
firmes, hasta hundirse en la dulce claridad ya lechosa,
mullida grama donde cesar, reluciente de roces secretos,
pulida, brilladora,
maestra en superficie.


Vicente Aleixandre.

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