miércoles, 11 de enero de 2017
El héroe.
Se destacó mostrando
la prisión de su vida.
Barros rotos dejaban
en libertad su luz,
pero en la grieta honda
el fuego encarcelado
calor daba a sus ojos
y ardores a su espada.
¡Qué círculos de miedo
cercaban su osadía!
Su caballo pisaba
los despojos mortales
y surcaban su frente
una turba de espíritus.
Su panorama era
una ciudad de cárceles
abatiendo sus muros
y una prisa de fuegos,
flamante, esclarecida.
Llamaba en el crepúsculo
para entrar en el cielo.
Al encontrarse aislado
entre aquellas ruinas,
era el solo edificio
no abatido. Su alma
se asomaba a las claras
y lucientes heridas,
con envidia mirando
los derribados cuerpos.
Y su edificio vivo,
su prisión pensativa,
victoriosa y sangrante,
orgullosa, se erguía.
En aquella morada
un quejido apagado,
una oculta miseria,
un temblor sin motivo.
El moribundo alzaba
suplicante los ojos.
La pobre llama viva
se resistía a salir.
Revestido de fiebre,
de ardor, de valentía,
sobresaliendo en él
el aura del espíritu,
con destellos de arcángel
buscaba al enemigo.
La paz de la llanura
y el sol le entristecían.
Quería una vida nueva
y no seguir soñando
junto a montes y ríos,
frente al mar insondable.
Las luces ya se iban,
la oscuridad quedaba
igualando en negruras
los objetos del mundo.
Y su materia fúnebre,
invisible en la noche,
quedó deshabitada,
más tarde destruida,
floreciendo en los árboles,
navegando en los ríos.
Manuel Altolaguirre.
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